Asiento, aquí, una columna fascinante cuya firma (“Fernando Aramburu”) es del todo conocida: https://www.elmundo.es/opinion/2019/02/17/5c681901fdddff9f4f8b45f6.html. No parece, esta, exenta de una malicia buena. La razón es de plomo: silencia nombres de escritores barrocos cuyo estilo es ponderado por colegas de oficio. ¡Mal, don Fernando, muy mal!
Un tocayo del artífice queda en descarte: el apellidado Sánchez Dragó. Barroquísimo él. El mejor escritor español vivo. Esto último a mi juicio. Otro descartado es Juan Eduardo Zúñiga. El Buddha me libre de insinuar siquiera que este comete el deplorable crimen de ser barroco. No. Zúñiga tiene voluntad de estilo. Mi opinión al respecto es la que sigue: todo autor que carezca de la mentada voluntad no pasará de ser un mero narrador o redactor o componedor de versos. Eso es todo. Eso no es poco. Pero eso es insuficiente. Este jamás será artista, jamás poeta, dado que literatura y arte van de la mano de manera inexorable. Lo sé: no siempre. Pío Baroja tenía poco (muy poco) de artista. Como poco (muy poco) de ello tenía Galdós. No así (otros descartados) Azorín o Pedro Antonio de Alarcón. Abro paréntesis. Perdón por la rima. Cierro paréntesis: maravilloso romántico el de Guadix (apunte necesario. Acaparó grandes dosis de realismo). Maravillosa romántica (descartada igualmente) fue Rosalía de Castro: tenía voluntad de estilo.
¡Tirón de orejas a don Fernando!
Permítaseme una aclaración: yo no recurro, aquí, al estridente timbre de ninguna ideología política. Yo recurro, aquí (y en cualquier lugar. Siempre), a la literatura. También a la filosofía. Punto.
Los descartados eran escritores re-pensantes de palabras y frases y dinamizadores de efectos y todo lo que convierte a la literatura en un artificio formidable. Justamente lo contrario de lo que siente (a veces hasta piensa) el lector cuando lee textos de tantos (no tontos) autores que parecen decir lo mismo con palabras insulsas. Juzgo verosímil que la insulsez radique en un mal ejecutado arte combinatorio de las mismas (de las palabras). La conjetura, me parece, no es infundada.
¿Existe algo superior al aburrimiento “literario” que desprende el libro Últimas tardes con Teresa? No quiero (con Cervantes) recordar aquellas horas de tediosa lectura. Lo que escribe Marsé podría escribirlo Manolo Pérez o Antonio López (no el pintor). ¿También lo que mal que bien garrapatea Juan Manuel de Prada? ¿Y lo que Enrique Vila Matas (barroco a su modo. O sea: con base en un estrangulador encadenamiento de referencias eruditas, librescas, infinitas)?
A los quisquillosos: solo hablo de literatura. Y de filosofía. Punto.
Los alquimistas dijeron: Obscurum per obscurius, ignotum per ignotius ("A lo oscuro por lo más oscuro, a lo desconocido por lo más desconocido”). Discúlpenme mis amigos posmodernos por haber recurrido al latín.
Machado escribió: "Oscuro, para que todos atiendan. /Claro como el agua, claro,/ para que nadie comprenda”.
Vivimos tiempos de elefantiásica mediocridad literaria. ¿Tendrá algo que ver en ello la industria editorial? ¿Y la escuela? ¿Y las nuevas (menos de apoco) tecnologías? Cada quisque que piense lo que quiera. Probablemente, ahora, tendría que disculparme por haber empleado la palabra “quisque”. No lo haré. Quien quiera saber que arreé. Y perdón, tercera y última disculpa ya en lo que va de post, por la rima.
Ea. A otra cosa.
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