miércoles, 21 de agosto de 2019

307/ ¡Pizca de oxígeno!

A veces un libro abre ojos. O profiere puñetazos en bocas de estómago. O ejecuta carrerillas del piojo. O zamarrea peleles. Esto ocurre con Industrias y andanzas de Alfanhuí (Rafael Sánchez Ferlosio, Salvat Editores S. A., 1970). Mi curiosidad ha derivado a entusiasmo que ha derivado a anonadamiento tras leer el último renglón de esta joya de la literatura española de postguerra. El 50 se publicó. Pocos hemos conocido y leído, hoy, la obra. ¡Qué disparate! Acaso la sombra de El Jarama ha sido demasiado alargada y desmemoriado a los lectores del hijo del falangista (Rafael Sánchez Mazas) a quien Cercas “contara” y "cantara" en el libro Soldados de Salamina.
     Léase esta narración inclasificable y deléitese quien así lo haga con una prosa de altísimo vuelo: rezuma poesía, anecdotario, imaginación (sin solucionario. Quédese éste para los libros de texto de la escuela). 
     Pregunto: ¿dónde paran, hoy, escritores imaginativos? Confesaré algo: estoy hasta la coronilla poblada de rizos del sacrosanto Realismo español. Y de la novela histórica. Y, a medias, de la auto-ficción que a nadie más allá del autor (y de su familia) importa. ¡Fantaseen, señores escritores, y déjense de pamplinas! ¿Pero es que no hay nadie en este país de chicha y nabo que ensalce la ficción literaria? Así nos va y seguirá yendo per saecula saeculorum. De sopor en sopor. De espejo en espejo. Qué hartazgo.   
     Alfanhuí deviene ejemplar. Botón de muestra: “En el campo de Guadalajara amarillea el espino. Alterna la flor del espino con la grana de los tomillares. Un verde tierno se desvanece entre la tierra negra y los ásperos arbustos. En el campo de Guadalajara amanecen unas alondras oscuras y pequeñas, que tienen el pecho pinto y el pico endeble. Los caminos van por los llanos de las mesas altas y calizas que se cortan en talud hacia los valles declinantes. Una vez al año se verán, a lo lejos, los tricornios de los guardias civiles que cabalgan por estos caminos. Pero son caminos de zorros y ladrones, y los guardias civiles están en el casino de la ciudad, jugando al dominó con un tendero de ultramarinos que tiene los pulgares en las bocamangas del chaleco. Los ladrones duermen en las minas de los castillos que coronan los cerros escarpados, y las viejitas vestidas de negro, hermanas de las llares y de las sartenes, juegan al corro en los verdes prados. Las viejitas tienen los huesos de alambre y mueren después de los hombres y después de los álamos. Se ahogan en los vados del Henares y se las lleva la corriente, flotando como trapos negros. A veces se enganchan en los mimbres o en los tapujos que crecen junto a los tamajares de los puentes, y enredan los anzuelos de los pescadores. Las viejitas de Guadalajara van siempre juntas y huyen cuando alguna se ahoga, y no se lo cuentan a nadie”.
     Lo diré sin rebozo: los escritores españoles deberían aprender literatura infantil. Ojo: no digo juvenil, digo infantil, cuya calidad está muy por encima de la juvenil y de adultos.
     No sé ustedes. Yo, esto, lo vivo como una tragedia española. 
     Y el pobrecito lector exclama: 
     –¡Pizca de oxígeno! ¡Me ahogo!                

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