A mi amiga querida, Agostina Lute,
sin cuya complicidad y compañía
yo andaría un poco cojo.
A riesgo de poder caerme...
Dar con una novela existencialista de talla sublime no es del todo excepcional. Tampoco, acostumbrado. La caída, de Albert Camus, no deja indiferente ni al más novato en la tarea de leer y comprender novelas existencialistas. El motivo: un discurso humano y humanístico que cualquiera compraría para sí. El lector, aquí, se convierte en narratario. O sea: ese a quien va dirigido el discurso del narrador. Sirva como ejemplo el vuesa merced del Lazarillo de Tormes. No hay libro de Camus que no me rente un reguero de reflexiones humanísticas y un regusto a excelente literatura en el paladar del alma. La caída sembró polémica cuando fue publicada el año 1956. Camus sabía que estaba colocando ante la sociedad europea de posguerra un espejo atiborrado de reflejos que no todos sabrían identificar. Recordadora de El inmoralista, de André Guide, quizá no llegue a extremos de un pensamiento perverso y repugnante pero sí demencial. La psicopatía y el síndrome obsesivo-compulsivo no quedan demasiado lejos del narrador-protagonista. Se afana, este, en auto-analizarse hasta llegar a un cinismo rayano en indolencia. De ahí que sienta una mezcla entre repulsa hacia sí mismo y vanagloria de ser como es. Un caso típico de desequilibrio interior generado por un sentimiento de culpa que, en el fondo, él rechaza. La culpa vuelve vulnerable al poderoso. Los demás no deben saber esto.
Pero hete aquí que, de golpe y porrazo, cambia de estrategia y pasa a confesarlo todo. Todo lo confiesa al lector. Lo confesado es una descripción de la cara oculta del hombre: su psicología más lunática. El siguiente paso consiste en sustituir el “yo” por el “nosotros”. Y lo hace para recordar a todo quisque que ellos son como él: despreciables. Algo le sobrepone al resto: el conocimiento pleno de la naturaleza humana. Esto le otorga derechos. Por ejemplo: a criticar y juzgar al prójimo. El narrador-protagonista es abogado y un mal día no auxilió a una suicida. Tal vez esto explique semejante mentalidad tóxica y, a la vez, certera. O no. Camus volvió a dar en el clavo de la condición humana. O de una de las condiciones humanas: la manía, tan nuestra, de usar máscaras.
Léase el siguiente pasaje:
“(…) Ejerzo mi útil profesión en el Mexico-City. (…) Consiste en primer lugar en practicar la confesión pública lo más frecuentemente posible. Me acuso a mí mismo de arriba abajo. (…) Pero yo no me acuso (…) con grandes golpes de pecho. Yo navego con ligereza, multiplico los matices, las digresiones también, y, en suma, adapto mi discurso a mi oyente y le llevo a que suba la apuesta. Mezclo lo que me concierne a mí con lo relativo a los demás. Tomo rasgos comunes, experiencias que hemos padecido juntos, debilidades que compartimos, el buen tono (…). Con eso fabrico un retrato que es el de todo el mundo y el de nadie en particular. Una máscara, en resumen, bastante parecidas a las de carnaval, a la vez fieles y simplificadas (…). Cuando he terminado el retrato, como esta noche, se lo muestro lamentándome: `¡Ay! ¡Así es como soy!´. La acusación está terminada. Pero, al mismo tiempo, el retrato que presento a mis contemporáneos se convierte en un espejo.
Cubierto de cenizas, arrancándome lentamente el cabello, con el rostro rasgado por las uñas pero con la mirada penetrante, me alzo frente a la humanidad entera, recapitulando mi vergüenza, sin perder de vista el efecto producido (…). Entonces (…) paso en mi discurso del `yo´ al `nosotros´. Soy como ellos (…). Sin embargo yo tengo una superioridad, la de saberlo, lo cual me otorga el derecho a hablar. Cuanto más me acuso, más derecho tengo a juzgarle. (…) Somos unas extrañas y maderables criaturas, y, por más que reflexionáramos sobre nuestras vidas, no faltarían las ocasiones de asombrarnos y de escandalizarnos a nosotros mismos” (Albert Camus. La caída. Debolsillo. Barcelona, 2021. Págs., 118-119).
Y, pues, amén.
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