No hay institución más absurda, e inoperante, que la Monarquía. El cuento de la lechera de la clamoreada diplomacia y de la marca España supuestamente gestionadas en el extranjero por nuestro Borbón es macabeo y ya no se lo cree, que dirían donde yo me sé, naide. No es algo nuevo. Venimos arrastrando la imbecilidad congénita desde tiempos (casi) inmemoriales. Entretanto seguimos sin voz en el himno porque Izquierdas y Derechas no se avienen a acordar una melodiosa y armoniosa y hasta lustrosa letrilla que atribuya sustancia a esa voz rota por la brecha ideológica. Ridículo. Sin embargo, como digo, nada supera la estulticia de la Monarquía. Tendríamos que hacérnoslo mirar.
En pleno siglo XVIII se sucedieron cambios en el Estado español que beneficiaron a la sagrada (nótese la ironía) institución, <<pero el poder político siguió sujeto a la voluntad real, zarandeada a menudo por desequilibrios mentales de Felipe V y la apatía de Fernando VI>> (Fernando García de Cortázar y José Manuel González Vesga. Breve historia de España. Alianza Editorial. Madrid, 2012. Pág., 330). A buen entendedor…
Alguien (¡olé por él o ella!) concibió, por entonces, una décima sin desperdicio que viene a cuento y cuya letra dice:
<<Al rey tenemos demente,
una reina con temor,
un infante cazador,
y los tres no saben niente;
un Consejo irresolvente,
con los ministros de Estado,
cada cual más apocado;
unos grandes sin grandeza:
¡pobre reino sin cabeza,
que te verás acabado!>>.
Hoy el reino español vive y colea. Barrunto que más pronto que tarde acabará por no hacerlo...
Sic erat scriptum.
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