Nunca me cansaré de considerarme defensor, a ultranza, del libro. El libro debiera presidir la mesa de diálogo de cualquier hijo de vecino consigo mismo y con los demás. No existe mejor forma de afirmación personal que esta: leer y llevar, luego, lo leído a la vida (lo leído ético). No solo del trato con los demás vive el Hombre. Un libro, su letra viva, también es producto de una sociabilidad real o imaginada (a qué restar valor, pregunto, a lo imaginado…). Esa sociabilidad <<libresca>> viene de la mano del autor; de las experiencias por que este ha transitado en su asendereada vida (sueños, nostalgias, miedos). A veces se conoce mejor al otro leyendo lo que él o ella lee. <<Dime qué lees y te diré quién eres>>. Un libro es mucho más que un libro. Un libro es una oportunidad de oportunidades: cada línea garrapateada en él, prodigio del azar en última instancia, tiene la potestad de llevar al lector a mundos paralelos (o no) donde poder solazarse del mundo que le rodea; también, donde poder inmiscuirse en aquello que no le concierne (o sí), nunca se sabe. Un libro atesora vida, riesgo, y no (esto en modo alguno) resignación. Nadie lee (nadie escribe) para resignarse. Concluiré inflexiblemente: nadie debería hacerlo.
Lola Pons Rodríguez, en otra línea discursiva, ha escrito (<<El español es un mundo>>. Arpa. Págs., 85-86): <<El prestigio del libro como dador de cultura y conocimiento, transmisor de la memoria y patrimonio material de los sectores sociales más cercanos al poder es manifiesto en todas las ponderaciones que se han hecho de este fabuloso invento de la cultura desde tiempo antiguo hasta hoy. Y ese libro, humilde como una novela de consumo rápido o distinguido como un códice medieval en pergamino y miniado, ha entrado como palabras en las lenguas haciéndose un hueco cada vez mayor, incrementando la familia de formas derivadas de él (libresco, librario…), dando lugar a una fabulosa fraseología nacida de su prestigio manifiesto (es un libro abierto, habla como un libro…) o participando en formaciones cultas que han servido para calificar a quienes han hecho del amor a los libros una intención o una obsesión (…)>>.
Abro paréntesis. Lo abstracto y disperso (el mundo de las ideas) acaba convirtiéndose en algo concreto y físico (el libro). Y nosotros, lectores, acabamos convirtiéndonos a la religión de la ubicuidad: solo leyendo (solo imaginando) podemos ubicarnos en varios mundos, reales o inventados, a la vez. Cierro paréntesis.
Pero Lola Pons Rodríguez ha escrito todavía más (op. cit. Pág., 117): <<Los lectores, con playa y sin ella, tuvimos durante el confinamiento de 2020 el agua de la lectura como alivio para bañarnos en otras costas. Millones de personas, estando confinadas en sus domicilios, se vacunaron contra el virus del aburrimiento con la lectura. Y en semanas inciertas de aislamiento se quedaron en sus casas para visitar ideas y personajes en los libros: en esos edificios de pisos sin fachada que son los tebeos, en el éxodo sin combustible –al interior, al exterior– que es un libro de poesía, en las medicinas sin recetas que son las páginas de un ensayo>>.
Ya dije en el post anterior a este que Lola Pons Rodríguez no hace ascos a la imagen. Un libro de poesía es <<éxodo sin combustible>>; un ensayo, <<medicina sin recetas>>. Es decir: el libro se prestaría no solo a transmitir conocimiento y cultura sino, también y revistiendo más importancia si cabe que todo eso, a curarnos el alma maltrecha. Yo pregunto a quienes no leen libros: ¿a qué esperan para mejorar sus vidas? ¡Háganlo cuanto antes! No se arrepentirán.
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