A veces, extrañamente, uno se topa con la genialidad literaria. Ocurre a veces. Cualquier biempensante podría suponer que se trata de la fábrica de un señor (o una señora) brotado varios siglos atrás. Todavía pensaría: <<Hoy no existe la genialidad>>. Y quizá le asistiría razón. El genio es una ruptura del orden establecido, especie de reseteo del Sistema de Valores Dominantes (lo dijo Dragó cuando solo decía verdades como puños de vascos), un <<comenzar de nuevo>> bañado (o duchado) en oro. El caso es que no siempre acontece así. Estrellas hay bajo el firmamento escritural que titilan de distinto modo. Estrellas, ojo, contemporáneas; no extemporáneas. Precisamente esto le ha acontecido a un servidor de nadie con Manuel Vicent. Yo lo conocía de mentas; más, de verlo una que otra vez en la caja <<merluza>>. Hoy, por suerte, el paisaje es otro. Yo ya no solo lo conozco de mentas. <<Por su escritura los conoceréis>>. Luego exclamo, como poseso, a los cuatro vendavales: ¡Albricias! Albricias porque (digámoslo con crueldad sutil) al fin he puesto fin a una improcedencia que ha durado más de veinte años. Sí, he dicho: veinte años. Y, para el caso, veinte años son. Son.
Nuca es tarde si la dicha es sobresaliente. O si la dicha es para el recuerdo. Para el recuerdo juzgo la lectura de <<Jardín de Villa Valeria>> (Alfaguara, 1996). Transcribiré un breve pasaje de la literatura genial (en todos los ámbitos imaginables) que Manuel Vicent despliega en este particularísimo libro:
<<Por lo general el doctor Pedro Caba palpaba cada día una docena de hígados, reventaba medio centenar de granos, ejecutaba cinco tactos rectales, plantaba otras tantas cánulas en la uretra, auscultaba alrededor de quince aortas, veía por rayos X un sinnúmero de pulmones, bazos, páncreas, estómagos e intestinos. Cuando lo conocí olía a tinta de panfleto fabricado con ciclostil en un sótano clandestino más que a medicamento, aunque diariamente metía una gran cantidad de cucharillas en los gaznates, daba martillazos en la rótula, mandaba hacer análisis de sangre y de orina y en torno a él se condensaba una granizada de píldoras, grageas y pastillas, además de consejos y recetas. También firmaba certificados de defunción pero era un líder natural, inteligente, simpático y proselitista. Yo entonces tenía un Morris 1100 y en el cristal de atrás llevaba una pegatina pacifista: un triángulo anarquista con la inscripción Haz el Amor y No la Guerra. Eso fue suficiente para que intentara captarme, cosa que consiguió en seguida>> (op.cit., pág. 131).
Descubrir a un autor genial es motivo de farra.
Ya estoy haciendo los preparativos del evento interior.
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