La única patria
que tiene el hombre
es su infancia
(Rainer Maria Rilke)
El niño-asunto-literario no es una originalidad. Véase, si no: Juan Ramón Jiménez (Diario de un poeta recién casado. Poema Soñando: <<–¡No, no!/ Y el niño llora y huye/ sin irse, un punto, por la senda>>); Miguel Delibes (El camino: <<Daniel, el mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal>>); Francisco Umbral (Mortal y rosa: <<Pero el niño está ahí, dorado de sí mismo, vivo, mirado desde los rincones por todos los gatos de la muerte, haciendo hablar a las cosas, gozoso de la locuacidad de los objetos y las esquinas, asomado al culo de la vida, viendo el revés de todo, encontrándole al mundo púas musicales, resortes de payaso>>); Fernando Sánchez Dragó (Esos días azules: <<Imagine el lector lo que para un matrimonio de buenas costumbres […] supone salir a la calle […] en compañía de un niño de ocho años con gesto de vivo dolor pintado en el semblante y los brazos convertidos en algo similar a las alas de un avión que planease sobre el Gólgota>>); y, desde hoy (para mí), Leopoldo de Luis.
Todos ellos perfilaron un niño modélico. Un niño acaso trasunto de todos ellos; pero un niño, al cabo, independiente (literariamente hablando). ¡Y qué niño el de Leopoldo de Luis! Yo no había topado nunca con este tipo de niño-asunto-literario. Tan empático él. Tan tierno. Tan humano y, a la vez, literaturizado por los cuatro costados (quiere decirse: poetizado). Una joya de la poesía española de posguerra este niño de Leopoldo de Luis, poeta de la Generación del 50, poeta (entre otros rótulos) social. Pero lo social, aquí, ni está ni se le espera si sabemos leer con el corazón desideologizado. Hay en el niño de Leopoldo de Luis un no sé qué de carne propia, de aliento propio, que al lector renta un malestar irreprimible por todos los niños del mundo que sufren en silencio. Una lacra, ésta, que debíamos erradicar cuanto antes de nuestra sufriente humanidad. No es permisible (no tendría que ser, siquiera, hacedero) que un solo niño sufra en el mundo.
Gabriel, tú estás, ya, fuera de peligro; tú, ya, cruzaste el Rubicón (te obligaron a cruzarlo). <<Pescaíto>> de nuestra memoria, serás por siempre niño-de todos, niño-no-asunto-literario sino real (de carne y de hueso arrebatados). ¡Juega! ¡Diviértete doquiera que estés!
Vaya, aquí y ahora, el niño-asunto-literario de Leopoldo de Luis (arrancado, de cuajo, del libro Juego limpio. Taurus. Madrid, 1961. Pág., 56)…
EL NIÑO
Sé que en alguna parte llora un niño
bajo la soledad de las estrellas,
en medio de un desierto que transitan
sombrías, sordas multitudes ciegas.
Sé que un niño escondido está llorando.
Su pequeño vagidos hasta mí llega
sobre el fragor de carne y de metales
que produce al girar la enorme rueda.
Por encima del mundo, acaso al fondo
del mundo, el diminuto dolor suena.
Miles de pies lo aplastan diariamente
en vano contra el centro de la tierra.
Inútilmente lo sepultan manos
en la amargura y en el odio tercas
arrojándole gritos como sordas
paletadas de arena.
Busco a ese niño en todas partes, bajo
todas las cosas, tras de cada puerta,
y en cada rostro quiero descubrirlo
como al mirar detrás de una careta.
Miro a las gentes que se agitan, pasan
con su sombría soledad a cuestas,
fabricando su muerte poco a poco
sin saberlo siquiera.
Pregunto a la desesperanza, busco
entre la población de la tristeza,
interrogo al silencio de los barrios
del sueño, indago en las esclusas de la pena.
Demando a los felices, a las blancas
dentaduras de risa. A los que reinan
en este reino. A los que otro, alto
y eterno, alegremente esperan.
Pero no escucha nadie
mi voz, su llanto, acaso a nadie llegan.
Como vaga memoria se repiten inútiles.
Igual que vagos gestos en la niebla.
Y sin embargo está en alguna parte.
O en todas partes a la vez. La piedra
abrupta, el rojo campo, el hondo
horizonte, sus ecos doblan. Trémula
la mano del otoño entre los árboles
trae su gemir. Toda la primavera
no basta. Todo el ciego estío
es inútil. Su llanto es nieve que se acerca.
Tengo que hallarte, pobre niño.
Al fondo de los días tu honda queja
duele y están tus lágrimas cayendo
sobre cada palabra verdadera.
¿Es esto la esperanza, ir a buscarte
por todos los caminos para impedir que mueras,
recoger ese llanto como una dulce lluvia
de salvación, como un bautismo sobre tanta amargura seca?