viernes, 12 de septiembre de 2025

489/ Corazón desideologizado

La única patria 

que tiene el hombre 

es su infancia

(Rainer Maria Rilke)


El niño-asunto-literario no es una originalidad. Véase, si no: Juan Ramón Jiménez (Diario de un poeta recién casado. Poema Soñando: <<–¡No, no!/ Y el niño llora y huye/ sin irse, un punto, por la senda>>); Miguel Delibes (El camino: <<Daniel, el mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal>>); Francisco Umbral (Mortal y rosa: <<Pero el niño está ahí, dorado de sí mismo, vivo, mirado desde los rincones por todos los gatos de la muerte, haciendo hablar a las cosas, gozoso de la locuacidad de los objetos y las esquinas, asomado al culo de la vida, viendo el revés de todo, encontrándole al mundo púas musicales, resortes de payaso>>); Fernando Sánchez Dragó (Esos días azules: <<Imagine el lector lo que para un matrimonio de buenas costumbres […] supone salir a la calle […] en compañía de un niño de ocho años con gesto de vivo dolor pintado en el semblante y los brazos convertidos en algo similar a las alas de un avión que planease sobre el Gólgota>>); y, desde hoy (para mí), Leopoldo de Luis. 

     Todos ellos perfilaron un niño modélico. Un niño acaso trasunto de todos ellos; pero un niño, al cabo, independiente (literariamente hablando). ¡Y qué niño el de Leopoldo de Luis! Yo no había topado nunca con este tipo de niño-asunto-literario. Tan empático él. Tan tierno. Tan humano y, a la vez, literaturizado por los cuatro costados (quiere decirse: poetizado). Una joya de la poesía española de posguerra este niño de Leopoldo de Luis, poeta de la Generación del 50, poeta (entre otros rótulos) social. Pero lo social, aquí, ni está ni se le espera si sabemos leer con el corazón desideologizado. Hay en el niño de Leopoldo de Luis un no sé qué de carne propia, de aliento propio, que al lector renta un malestar irreprimible por todos los niños del mundo que sufren en silencio. Una lacra, ésta, que debíamos erradicar cuanto antes de nuestra sufriente humanidad. No es permisible (no tendría que ser, siquiera, hacedero) que un solo niño sufra en el mundo. 

     Gabriel, tú estás, ya, fuera de peligro; tú, ya, cruzaste el Rubicón (te obligaron a cruzarlo). <<Pescaíto>> de nuestra memoria, serás por siempre niño-de todos, niño-no-asunto-literario sino real (de carne y de hueso arrebatados). ¡Juega! ¡Diviértete doquiera que estés!

     Vaya, aquí y ahora, el niño-asunto-literario de Leopoldo de Luis (arrancado, de cuajo, del libro Juego limpio. Taurus. Madrid, 1961. Pág., 56)…

     

     EL NIÑO


     Sé que en alguna parte llora un niño

     bajo la soledad de las estrellas,

     en medio de un desierto que transitan

     sombrías, sordas multitudes ciegas.


     Sé que un niño escondido está llorando.

     Su pequeño vagidos hasta mí llega

     sobre el fragor de carne y de metales

     que produce al girar la enorme rueda.


     Por encima del mundo, acaso al fondo

     del mundo, el diminuto dolor suena.

     Miles de pies lo aplastan diariamente

     en vano contra el centro de la tierra.


     Inútilmente lo sepultan manos

     en la amargura y en el odio tercas

     arrojándole gritos como sordas

     paletadas de arena.


     Busco a ese niño en todas partes, bajo

     todas las cosas, tras de cada puerta,

     y en cada rostro quiero descubrirlo

     como al mirar detrás de una careta.


     Miro a las gentes que se agitan, pasan 

     con su sombría soledad a cuestas,

     fabricando su muerte poco a poco

     sin saberlo siquiera.


     Pregunto a la desesperanza, busco

     entre la población de la tristeza,

     interrogo al silencio de los barrios

     del sueño, indago en las esclusas de la pena.


     Demando a los felices, a las blancas

     dentaduras de risa. A los que reinan

     en este reino. A los que otro, alto

     y eterno, alegremente esperan.


     Pero no escucha nadie

     mi voz, su llanto, acaso a nadie llegan.

     Como vaga memoria se repiten inútiles.

     Igual que vagos gestos en la niebla.


     Y sin embargo está en alguna parte.

     O en todas partes a la vez. La piedra

     abrupta, el rojo campo, el hondo

     horizonte, sus ecos doblan. Trémula


     la mano del otoño entre los árboles

     trae su gemir. Toda la primavera

     no basta. Todo el ciego estío

     es inútil. Su llanto es nieve que se acerca.


     Tengo que hallarte, pobre niño.

     Al fondo de los días tu honda queja

     duele y están tus lágrimas cayendo

     sobre cada palabra verdadera.


     ¿Es esto la esperanza, ir a buscarte

     por todos los caminos para impedir que mueras,

     recoger ese llanto como una dulce lluvia

     de salvación, como un bautismo sobre tanta amargura seca?   

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