Manuel Rivas era desconocido para mí. Nada de él había leído yo. Nada sobre él, tampoco. Y de buenas a primeras, yo no sé cómo, cae de pie en la pantalla de mi teléfono móvil una muestra de El lápiz del carpintero (Alfaguara, 2024). Hojeo las primeras páginas, concluyo: buena prosa. Sin dejar que el calendario se cuartee demasiado, adquiero un ejemplar de la novela en papel. Leo (ya no hojeo) las primeras páginas. Concluyo: prosa deficiente. ¿Qué ha pasado aquí?
Ha pasado un tren de mercancías que lo ha arrollado todo: se llama <<Traducción>>. Traducción que, una vez más, acaba con el placer de la lectura de un plumazo. Ojo: no estoy diciendo que la traducción del gallego (legua original de la novela de Rivas) al castellano, efectuada por Dolores Vilavedra, sea deficiente. Nada más lejos de mi intención (ni de mi convencimiento). No. Lo que digo es que una traducción (sea cual sea) acaba arruinando una obra escrita que figura una fiesta de la literatura. El lápiz del carpintero ha sido traducido a no sé cuántos idiomas y recabado no sé cuántos premios. El lápiz del carpintero, en castellano, desmerece; no rayaría a la altura de su homónimo gallego. La sintaxis, en ocasiones, coja; las frases con final precipitado; el ritmo de la prosa, a veces, entrecortado y confuso… Todo ello, es claro, no ayuda. Todo ello desvirtúa la prosa hasta extremos insospechados.
Un feliz hallazgo topo en El lápiz…: la figura retórica <<imagen>> o <<metáfora>> o <<símil>>. Manuel Rivas se perfilaría todo un maestro en ese lance retórico. Hay infinidad de ejemplos, a modo de tatuajes, en el cuerpo de la novela. Vayan unos botones de muestra:
a) El polvo del calendario (pág., 28).
b) En el Hospital de la Caridad había una humedad tal que a las palabras les salía moho por el aire (pág., 31).
c) Así que se juntaban en la puerta del baile hasta un ciento de zuecos, como barquichuelas en un arenal (pág., 33).
d) Los acordeones yacían en los arenales, como cadáveres (pág., 34).
e) En un mismo párrafo, los palos de las letras altas tenían distinta inclinación, hacia la derecha o la izquierda, como ideogramas de una flota embestida por el viento (pág., 45).
Etc.
Se trate de <<imagen>>, de <<metáfora>> o de <<símil>>, es indudable la belleza que estas fórmulas retóricas atesoran y plasman. Más allá de esto, El lápiz… no deja de ser una historia más sobre la guerra (in)civil española del 36. Una más, sí; pero con un tufillo ostensible a ficción de cuento. La tierra de las magas, los trasgos y los gnomos (Galicia. La duda ofende…), desde luego, no merecía menos. La Santa Compaña se deja ver por estas páginas (<<Creo en la Santa Compaña porque la vi. No por tipismo>>. Pág., 31). Alguna reminiscencia <<garciamarquiana>> hay. El pasaje del psiquiátrico (págs., 41-43) da buena cuenta de ello. El cuento de Gabo es el intitulado: Sólo vine a hablar por teléfono (uno de sus Doce cuentos peregrinos). Indáguelo quien lo desee. Algún topicazo sale al encuentro del lector; por ejemplo: <<A mí no me interesa la política, respondió Sousa como en un reflejo instintivo. Me interesa la persona>>. ¡Más falso que un duro de chocolate! Otro: <<Fue el comienzo de una gran amistad>> (pág., 43). Otro (el más sangrante de todos): <<Y cuando entró Marisa Mallo con la comida respondió a su saludo de buenos días con un gruñido y un gesto brusco que significaba deja ahí el cesto que voy a hacer la inspección. Y nada más levantar el paño vio aquel queso del país, envuelto en una hoja de berza. Ahí va la culata, le dijo el visor de la cabeza. Y al día siguiente ella volvió con el cesto y él vio el tambor del revólver dentro de un bizcocho, y dijo con un gesto todo bien, que pase el cesto. Al tercer día él ya sabía que dentro del pan iba el cañón. Y esperó con curiosidad la nueva entrega, la mañana en que llegó Marisa con unas ojeras que nunca le había visto, porque por fin la miró de frente, y se atrevió a desnudarla de arriba abajo, como si fuese queso, bizcocho y pan. Traigo unas truchas, dijo ella. Y él vio una bala en la panza de cada trucha, y dijo bien, ya se las pasaré, ahora vete>> (pág., 58).
Los errores de puntuación no sé a quién atribuirlos…
Y así, pian pianito, se van desgranando las cuentas del collar; caen, éstas, al suelo. Mellado, como boca de niño travieso, el collar luce deslucido. ¡Qué pena!
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