Dos plumillas ilustres me aburren sobremanera: Mario Vargas LLosa y Antonio Muñoz Molina. En ese orden. Ambos creadores son de recorrido largo y de altos vuelos. Pero auténticos tostones. Su manejo del lenguaje deviene excelente. Su aptitud para el arte de la escritura y actitud como forjadores de tramas y montadores de estructuras, creo, es suma. Un servidor de nadie quisiera escribir como ellos. Emularlos en aspectos que guardan parentesco con la calidad más que con la cantidad y que, de ordinario, se supeditan al número de páginas. Excesivo éste. Pienso en Borges ahora. Maestro que con unas cuantas frases gestaba una pieza maestra. Los dos novelistas que atañen a este capítulo de Sopitipandos se sitúan en el extremo opuesto. Mucho cascarón y poca nuez. Más Muñoz Molina que Vargas. Éste, reconozcámoselo, ha gestado un obrón en lo que respecta a las líneas interpretativas divergentes de sus textos. Aquél no tanto. Muñoz ha sentado las bases de una escritura correctísima sin chispa ni ángel porque carece de gracejo. Un oasis hay en el desierto antoniano: Los misterios de Madrid. Una de sus primeras novelas. Ignoro si ópera prima. Entiendo que la aireó, por entregas, en no sé qué cabecera. Disfruté leyéndola. Contaba yo quince abriles. A partir de ahí, nada, o mejor: poco. Vargas impresionó mis entendederas con Los cuadernos de don Rigoberto. Novela ésta en que abundan pasajes de regocijo, otros soporíferos, y algunos (pocos) de zamarreo interior. Apelo al verbo “zamarrear” para referir pasajes literarios que cambian la vida al lector. Lo inverso lo representa la expresión “ni fu ni fa”. Pues entre zamarreo y zamarreo, ni fu ni fa (ni chicha ni limoná), y la dolorosa tentación de abandonar el libro. Tal es mi aventura lectora vargasiana. No acabo de comprender cómo escritores tediosos, los aquí mentados lo son, militan en la primera línea de la política literaria. Vargas tiene estilo. Muñoz, no. Me corrijo: lo tiene, pero semejante al de los otros, plano. Una prosa plana. Solo se me ocurren dos plumas (una ya sin tinta) que jamás defraudan: Jorge Luis Borges y Fernando Sánchez Dragó. También en ese orden. De tan reducido cómputo no forman parte uno que otro poeta. Lo sé. Deberían. Éstos, huelga aclararlo, a perpetuidad colman las expectativas de cualquiera que lea sus libros. A ellos dedicaría otro post más complaciente si no fuera porque toda complacencia desemboca en un lugar común de mi desagrado: la envidia. Y, ya puestos, vaya aquí un jarro de agua helada. ¿O me callo? ¿Y que el agua se caliente con los primeros haces de sol y cree verdina? No. Echaré el jarro: la envidia sana, lector, no existe. Es una bobería monumental. Ea. Dicho queda. Y perdón por el “ea” (interjección pos-moderna donde las haya).
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