Dos pasajes de El cuerno de Maltea (de José Antonio Rodríguez Lozano):
“Legazpi lo tomó de la mano y lo hizo bajar a su piso. El piso de Legazpi era un piso pequeñito que mostraba un desorden solo aparente. Él lo desordenaba adrede por un planteamiento puramente táctico que le llevaba a suponer que sólo fuera de su sitio podían las cosas ser creativas. Así que tenía la cama hecha sobre la mesa, un tenedor en el florero, la cafetera llena de azúcar, un pijama con corbata y en la pecera varios relojes de colores”.
Y: “(…) Lupino dio por seguro que se trataba de un diablo. Artemón andaba a saltitos (…) y dejaba entrever bajo la pernera de sus pantalones (…) una pezuña caprina propia de un sátiro.
–¿Y la cabra? –le preguntó–. ¿Es tuya o la robaste?
–Es mía. Se llama Maltea.
–Buen ganado ese. Te la compro –le propuso el diablo.
–No puedo venderla. Es como si fuese de mi misma sangre –se excusó Lulino, tratando de no contravenirlo”.
Atreverse a romper con el orden establecido: diapasón que regula la voz de esta historia. Toda ella es una reivindicación de la libertad de movimiento y de pensamiento. Un juego surrealista. Surrealista a veces. Un juego siempre. La Alicia de Carroll no quedaría lejos. Hay una desmitificación del mal (del diablo. De Legazpi. De Artemón. El uno podría ser el otro. El otro podría ser el uno). Un delicioso garbeo por la adolescencia. Un picoteo inopinado.
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