“Nos sentamos y estuvimos conversando cerca de dos horas. Le conté toda mi vida, no la pasada sino la que tendríamos en el futuro, cuando viviera en París y fuera escritor. Le dije que quería escribir desde que había leído por primera vez a Alejandro Dumas, y que, desde entonces, soñaba con viajar a Francia y vivir en una buhardilla, en el barrio de los artistas, entregado totalmente a la literatura, la cosa más formidable del mundo. Le conté que estudiaba Derecho para darle gusto a la familia, pero que la abogacía me parecía la más espesa y boba de las profesiones y que no la practicaría jamás. Me di cuenta, en un momento, que estaba hablando de manera muy fogosa y le dije que por primera vez le confesaba esas cosas íntimas no a un amigo sino a una mujer” (Mario Vargas LLosa. La tía Julia y el escribidor. Alfaguara. Madrid, 2011. Pág., 125).
El anterior párrafo podía haberlo escrito yo. Con dos permutas. Una: que quise ser escritor a raíz de leer, no a Alejandro Dumas, sino a mi maestro primero: Gabriel García Márquez. El franchute quedaba muy lejos (para ser más exacto: extramuros de la adultez. Lo que, en efecto, era territorio distinto y distante). Y dos: que soñaba con viajar a Latinoamérica (no a París) e imbuirme de su mágico español. La capital de Francia me la repampinflaba entonces y me la repampinfla hoy. ¿Seré un bicho raro? ¿Lo diré solo de boquilla? ¿O (con toda sinceridad) lo diré a boca llena? Créanme que no lo sé.
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