Vagando por las páginas putrefactas del DRAE he hallado deslumbrantes tesoros. Un ejemplo: tetragrámaton. Otro: platinoide. Otro: memorándum. Otro: turíbulo. Otro: tusunco. Otro: vivián. Todos ellos forman parte del español. No solo eso: también conforman el cúmulo de tumbas del cementerio en que se ha convertido el diccionario. Un compendio de palabras muertas. Yo no sé si fue Cortázar quien asimiló el libro de los libros (lo es para cualquier escritor) al camposanto. Sea quien fuere, acertó, maquinando el futuro. Qué lástima.
Nadie mentalmente sano emplea la voz “vivián” (léase: Persona aprovechada). Nadie “tusunco” (léase: Persona que tiene el pelo recortado). Nadie “turíbulo” (léase: Incensario). Nadie “memorándum” (léase: Librito o cuaderno en que se apuntan las cosas de que uno tiene que acordarse). Nadie “platinoide” (léase: Liga de diversos metales para fabricar bobinas eléctricas de gran resistencia). Nadie “tetragrámaton” (léase: Palabra compuesta de cuatro letras. Además de: Nombre de Dios).
Ahí están tales términos. ¿Por qué no se emplean? Todos, exceptuando “platinoide”, admiten sinónimos de uso común. La sinonimia no agota las posibilidades del idioma. A fuer de repetición, una palabra, una idea (verdadera o embustera) se convierte en célebre. Y el populacho la usa. Cuestión distinta es el abuso. Éste conduce al error semántico. Al forzamiento ¿vil? del lenguaje (acción vituperable si no se andorrea por tierras literarias). A la literatura le está permitido todo…
Juan Ramón Jiménez dejó escrito: "Creemos los nombres.// Derivarán los hombres./ Luego, derivarán las cosas./ Y solo quedará el mundo de los nombres,/ letra del amor de los hombres,/ del olor de las rosas".
El poeta, sin duda, sabía de lo que hablaba. Yo digo: creemos y usemos los nombres. Y lo hago extensivo a las otras palabras.