martes, 15 de noviembre de 2016

239/ Una reflexión

Juzgo leer poesía actividad inútil. Ojo: he dicho inútil. No innecesaria. Lo innecesario y lo inútil difieren en esencia. Lo primero pasa inadvertido. Lo segundo puede advertirse y también devenir impracticable. Toda inutilidad tiene algo (puede tener algo) de imposibilidad. Lo innecesario imposible (igualmente se allega a esta cualidad) parece una tautología. Lo innecesario posible, un temor o una esperanza. Ésta y aquél casan (como el amor y el odio). Vengan a mí todos los temores e ignórenme todas las esperanzas. 
     Necesito leer poesía. En ello no hallo ninguna utilidad. Tampoco cabe afirmar que, al frecuentarla, pierda el tiempo. No. Más al contrario: lo gano. De ese modo combato la pesadumbre que resulta de reconocer una vida, la mía, (con i) iliteraria. Quisiera haber nacido personaje de cuento. O de novela. O yo poético de cualquier poema de. Aquí me detengo. ¿El nombre de algún poeta regocijado? Mejor diré: yo antipoético.
     Impresiona el deleite del lector de poesía si se contrasta con la inutilidad de su ejercicio. Es la música implícita en todo verso lo que le sublima. Más que la imagen. Más que la idea. Somos entes musicales. Todo nuestro ser produce música. Un chasquido de dedos. Las palmas que entrechocan. El cabello que es atusado. Los párpados al abrirse y cerrarse y desplazar el aire que los oprime. La tos. El carraspeo que precede a la tos. El estornudo. El roce de la ropa (“(…) como ropa/ sin cuerpo que se cae…”: Dulce María Loynaz) con el cuerpo. Sí: impresiona. Por inútil y necesario al par (acaso por habitual).         

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