Luis Alberto de Cuenca escribió un poema modélico: La rosa en la urna. Leerlo y buscarle mil y una interpretaciones no es difícil. Sí lo es encontrarle errores. Yo iría más allá y diría: casi imposible. Dieciocho versos como dieciocho caricias. O dieciocho deseos. O dieciocho alegrías. Lo calco:
"Maldición de una bruja o bendición de un hada,/ la rosa nos contempla desde la transparencia/ del cristal que la guarda. Y nosotros, ajenos/ a todo salvo a ella, la miramos absortos,/ prendados de su forma y del húmedo brillo/ que desprenden sus pétalos. ¿Cuánto tiempo ha pasado/ desde que está en la urna? ¿Un milenio? ¿Un minuto?/ Da la impresión de que Alguien, muy oscuro o muy alto,/ le impuso la ucronía, para que nuestros ojos/ no la contaminasen con su perecedero/ asombro, ni pudiese constatar nuestra vista/ el más mínimo signo de vejez o de muerte/ en su belleza inútil y perfecta. Esa rosa/ no es una rosa más: es la Rosa. Algún mago/ la trajo del país donde el sol no se pone,/ metida en una urna, y nos la regaló/ para siempre. Y mirándola se nos pasa la vida/ en un vuelo, y morimos sin dejar de mirarla".
¿Qué representará la Rosa? ¿El arte? ¿El amor? ¿El tiempo?
Juan Ramón Jiménez dejó escrito (quizá solo dicho) que “la perfección está en la sencillez y en la espontaneidad”. Yo no sé si Luis Alberto escribió espontáneamente su poema o no. Sí sé que éste es sencillo. Y no (por ello) malo. Y no (por ello y con más motivo aún) olvidable.
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