miércoles, 2 de agosto de 2017

271/ Café y cháchara

A Ana Alba: 
cafetera de pro.

Confieso ser cafetero. En según qué épocas el café ha tenido mala prensa. Siempre rondaba al consumidor la ansiedad o el infarto de miocardio. Hoy la toma de café no solo no está mal vista. También, se juzga necesaria para un mejor funcionamiento de la memoria y de los neurotransmisores empeñados en regular el quisquilloso e impertinente flujo anímico (serotonina. Dopamina. Endorfina). Es otra época. Corren otros tiempos. Unos más benignos… 
     Quienes tiran de Historia pueden argumentar algo. Por ejemplo: que el café dio “carta de naturaleza” a las tertulias del XIX. Gozaban éstas de prestigio. Alguna boca crítica echaba sapos y culebras al hablar de ellas. Clavijo ha escrito (en El pensador): “Si estas asambleas habían sido de provecho en algún tiempo, yo había tenido la desgracia de conocerlas demasiado tarde y que sólo podía andar detrás de ellas algún ocioso, que pensase en recoger materiales para pintar al natural el abuso de las letras, o escribir el elogio fúnebre de la urbanidad”. 
     Probablemente Clavijo pensaba (sin saberlo) en los cafés del XX o del XXI al escribir lo más arriba copiado. Nidos, todos ellos, de lenguaraces y de alcahuetes. Todos no. Alguna excepción hay. La diferencia entre el XIX y el XX o XXI es fácil de tragar y difícil de digerir: en las dos primeras centurias el café era pretexto para conversar. En el XXI la conversación lo es para cafetear. En plena era post-moderna se habla (por hablar) demasiado. El ignorante habla (por hablar) demasiado. El docto habla (pero no por hablar) demasiado. Se habla (por hablar) demasiado y se habla mal por tanto hablar cuando toca callar. Una duda me corroe: ¿Por qué quienes fatigan la sin hueso o no leen (algunos leen poco. Cierto) o no escriben? Habrá quien crea que del mismo modo se escribe demasiado y mal. Mejor sería leer demasiado (aunque se leyese mal). El mundo, me parece, con ese defectillo sin importancia sería mejor de lo que es.   

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