Tragicomedia nº 1 (La familia y la sociedad no valoran su trabajo)
César Aira escribe en el libro Cumpleaños (Literatura Random House): “El éxito nunca me importó… Eso lo dicen todos, y suele no ser cierto. A mí me importó bastante, pero solo para tener la justificación familiar y social que me permitiera seguir escribiendo. De otro modo tendría que haber seguido haciéndolo en secreto, lo que habría sido deprimente”.
Lo verdaderamente terrible, para quien escribe, es necesitar una “justificación familiar y social” que le permita seguir escribiendo sin distracciones. El resto de la humanidad que no escribe no lo entenderá. O quizá sí. Yo no sé. La otra parte lo sufre. Y es aniquilador. Socialmente el escritor no está visto con buenos ojos. Solo lo estará si ha publicado y alcanzado popularidad en los medios o en círculos más o menos cerrados o ganado algún certamen prestigioso o en vías de serlo. Si no es el caso, será tenido por un holgazán, o lo que es peor: por alguien con “pajaritos en la cabeza”. Qué graciosa expresión. A mí me la han colgado de la chepa una que otra vez. Como si fuera un castigo: la mala baba que chorrea da para llenar una palangana. ¿Vivir para contarlo? No. Vivir (vivirlo) para creer. O mejor: creerlo. Nadie sabe que la frase no es un castigo sino un premio. E cosí.
El sentido economicista de la sociedad actual no permite respirar a gusto a quien considera el arte una actividad por encima de (casi) todo. Luego hay algún filósofo Cum Laude que razonablemente demuestra el acierto de la postura contraria. Por ejemplo: Javier Gomá Lanzón. ¡Con su pan se lo coma! Habrá ocasión de poner en negro sobre blanco lo que este humilde pajarero cuerdo y servidor de nadie piensa sobre algunas ideas del caballero Gomá Lanzón. Ahora haré un pareado: qué decepción.
Y oye: me he quedado tan pancho.
Tragicomedia nº 2 (Él no es como los otros)
Aira escribe más abajo: “Fuera de la literatura, me era en extremo difícil vivir, así que no dejé casi nada fuera. Aun así, al mismo tiempo, todo está fuera, desde que me levanto hasta que me acuesto, porque tengo que vivir como todo el mundo”.
En efecto. El escritor tiene que vivir como todo el mundo. Y el escritor no puede vivir como todo el mundo. Es decir: le cuesta vivir como todo el mundo. Esto, creo, lo entiende hasta el perro pachón de la familia. ¡Para el carro, Javielito, no corras tanto: “a donde tienes que ir es a ti mismo” (Juan Ramón lo dijo)! No todos entienden esto. Menos lo comparten. Yo sigo erre que erre: la mente del escritor no es como las otras mentes. Ni mejor ni peor: es distinta. Se deja deslumbrar por aquello que a los demás les pasa inadvertido. Se deja intimidar por aquello que a los demás no solo no intimida sino que, por añadidura, satisface. Por ejemplo: el ocio y el bullicio ocioso. El escritor no entiende de bullas ni de ocios. Pero se queda prendado de la belleza (del tipo que sea). Los demás tratan la belleza como especie de pasaporte al entretenimiento. Y del entretenimiento a la infantilidad no hay un trecho demasiado grande. Continuamente lo veo en la caja tonta y en la calle con más tontos que esquinas (Carlos Herrera es el padre de la humorada. Esto me han dicho).
Tragicomedia nº 3 (Él trabaja de sol a sol y los demás no lo admiten)
Aira escribe más abajo aún: “Los inconvenientes y problemas y angustias y parálisis que entran en la literatura vueltos máquinas de felicidad dejan atrás (afuera) una prole innumerable a la que hay que aplicarle el mismo tratamiento… Con el paso de los años se necesitan inventos cada vez más raros y recargados; por suerte cada vez se me hace más fácil, y además ahí también la Historia me justifica, porque hace creer que evoluciono, que profundizo en mi mundo interior… Muchas veces me he preguntado en qué ocupa su tiempo la gente normal, cuando a mí el trabajo de seguir con vida me ocupa hasta el último minuto, y apenas si me alcanza”.
¡Ave César! Tienes, Aira, más razón que un santo. La vida del escritor, le pese a quien le pese, consiste en escribir y en leer. Punto. Leer y escribir con un anclaje: la vida. He ahí el conflicto. Vida real y vida libresca se arañan y muerden y acarician mutuamente. Otra cosa es vivir: salir a pasear, acudir a una feria o romería, contar chistes o conversar pamplinas. Esto el escritor lo deja para el bufón (casi siempre de medio pelo. El otro, el profesional de la bufonería, no abunda. En su lugar tenemos al charlatán adscrito al yo y yo y yo y solamente yo soy el mejor y tengo razón en todo y destaco en esta o aquella faceta y la gente me rinde pleitesía por mi cara bonita y mi verborrea fácil y mi personalidad chistosa y mi capacidad de liderazgo). Y así podríamos estar hasta mañana.
Criaturita.
Nota aclaratoria: hablo del escritor vocacional. O sea: ese que se raja de arriba a abajo pecho y abdomen, sin miedo ni esperanza, en tanto que los otros le ven las vísceras al descubierto. Esto, estimado lector, es escribir. Y que no te cuenten cuentos macabeos.
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