Juzgo pocas cosas en la vida tan estimulantes como el impulso de leer un libro en tanto se está leyendo otro. Tal es el fundamento del lector voraz. Otro prototipo hay: aquel que lee varios títulos sin aguardar a completar la lectura de ninguno para continuar leyendo cualquiera de ellos cuando lo estime oportuno. He conocido pocos lectores con este talante. Alguno respira aún. Mi amigo Alberto Pareja Campos viene al caso. Él es un monomio en toda regla. Lo digo en un sentido de excepción y salida a escape si ronda cerca el hombre masa. Yo le alabo el gusto.
Mi estilo lector es otro: enlazo títulos pero subyugándome al yugo de la maravillosa dictadura del punto final. Nadie vea un oxímoron de mal gusto o ideológico, ¡Siddhartha Gautama me libre!, en la expresión “maravillosa dictadura”. No existe este. Téngase presente la acepción sexta del segundo término: “Predominio, fuerza dominante”. Conque…
Decía que no hallo nada semejante a la felicidad que produce el impulso lector al unísono con otro impulso lector en quien lee con (o sin) asiduidad. Hombres y mujeres los poseen (impulsos) de variadísimo pelaje. Comprar. Vender. Entrar. Salir. Apechugar. Huir. Amar. Odiar. No seré yo quien les niegue eficacia y entusiasmo. Ninguno podrá compararse con el lector: saldría escaldado.
Yo ya le he echado el ojo izquierdo al libro que sucederá en mi sacro tiempo de lectura al nefasto La carta esférica de Arturo Pérez Reverte que con el derecho (con el ojo derecho) leo. Silenciaré su título. Impepinable: el lector propone y la vida dispone. Para qué consignarlo aquí si, a lo mejor, no puedo acometer la lectura de lo que se encastilla tras él. A veces andorreo andurriales de dudosa moral estilística (páginas heterodoxas del alma mía).
Cristina Pardo enunció la otra tarde esta frase: “Los escritores debéis seguir escribiendo para que los lectores podamos seguir leyendo”. O similar. Parafrasearé a Cristina así: Los escritores debemos seguir escribiendo para que los lectores podamos seguir leyendo (Juan Palomo dixit).
No de cualquier manera. Fernando Alberca menciona en el libro Pequeños grandes lectores (Vergara) “once operaciones que componen el proceso de la lectura correcta”. Y son…
Uno: Velocidad.
Dos: Comprensión.
Tres: Imaginación.
Cuatro: Conocimiento referencial.
Cinco: Lectura textual de signos de puntuación y de otras marcas gráficas.
Seis: Expresión (articulación, pronunciación y entonación).
Siete: Hábitos posturales.
Ocho: Movimientos de los ojos.
Nueve: Concentración.
Diez: Retención.
Y once: Acierto en el proceso mental.
¡Cuidado!: el mentado libro atufa a Opus Dei. Elitismo. Exclusividad de uno o del familiar de uno y no del otro. Amor divino. Poder. También lo que sigue: el placer (con todas sus letras y en mayúsculas niqueladas: P-L-A-C-E-R) puesto bajo sospecha de continuo. Lo que en modo alguno constituirá impedimento para disfrutar su lectura. O para sacarle a esta provecho. Tanto monta. Eso sí: más interesará al pedagogo que a ningún otro.
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