Una idea me ronda la cabeza hoy. Esta: inventar para ocultar ingenuidades. No es mía. Yo no sé de quién es. César Aira la expresa en el libro Cumpleaños (Literatura Random House): “El único miserable consuelo que podía darme era que estas distracciones fueran el precio con el que pagaba mi atención a otras cuestiones. Que el ahorro de actividad mental en un punto sirviera para concentrar lucidez sobre otros. (…) Quizá debí ignorar demasiado para darme la latitud de invención que necesitaba para cubrir otras ignorancias. (…) Todos mis trabajos los hice con el único propósito de compensar mi incapacidad de vivir, y apenas si alcanzaron para mantenerme a flote” (Op. cit. p., 13).
El subrayado es mío. Hay algo de verdad en esa idea. Lo saben bien quienes escriben ficción sin el absurdo e inútil deseo de copiar o reflejar la realidad que les rodea o no. Personalmente estoy de realismo hasta los gemelos. No los de las piernas. Al escritor le asisten maneras más estimulantes y bellas y todavía honrosas de escribir. Por ejemplo: inventando realidades paralelas a la realidad “real”. No hablo de la virtual sino de otra convergente con la que todos conocemos pero divergente, en según qué casos y cosas, con ella. Aira y Vila y Allende y Martín Gaite (una vez. Esto que yo tenga noticia) y Pombo y yo no sé cuántos más la inventan y re-inventan de continuo y qué gustirrinín da todo aquello que tiene poco o nada que ver con el puro y blandengue realismo. Lo que, ya, me faltaba por ver es a Fernandito Sánchez Dragó pifiándola. ¿Cómo? Metiendo en exceso el hocico de lobo feroz que cree que tiene (menos lobos, caperucito, dónde se ha visto un lobito con dioptrías) en un redil en que el lector bosteza y no tardará en mandarlo a tomar ventoleras rapidito: la política. Un momento: ¿ese lector hará rebaño? Hummm. Yo no sé. Yo sí sé lo que Mafalda haría. Esto: ¡Puagh! Paciencia. Vendrán, quiero creer, tiempos mejores. Unos en que los novelistas inventen y hallen en el lenguaje una manera de deleitar en tanto ofrecen trazos de pintura y notas musicales además de vanidades semánticas. Y no hablo de la Vanguardia. ¡Que le zurzan a la Vanguardia! La belleza no es patrimonio exclusivo de ella ni de la poesía. Una frase puede acariciar el alma (y la entrepierna. ¡Solo faltaría!). España es un país de realistas sentados (también asentados). Nota: repárese en el orden de los adjetivos. Y Dragó, lástima de criaturica, a la cabeza de ellos. ¡Pero dónde quedó Gárgoris y Habidis! El otro día escribió el COVID en vez de la COVID. El escritor confundió el género del acrónimo tan en auge últimamente. Puede comprobarse aquí.
Ya no hay respeto por quien inventa. Ayer sí lo hubo. Kafka lo fue: respetado. Igualmente Poe. Gabo no iba a ser menos. Y qué decir de Cortázar. Vargas inventó de lo lindo y obtuvo felicitaciones por ello. En la actualidad todo eso se ha extinguido. La novela realista e histórica y de aventuras copan el espacio habido y por haber en el pandemonio literario. Si Paco levantara el cabezón. Umbral. No Paquito “El chocolatero”. Menos aún “el chiquitajo del Pardo”. No pienses, lector querido, mal de mí. Incluso los poetas han sido mordidos y triturados por incisivos, caninos, premolares y molares realistas. ¡Diez siglos de realismo y aún resistimos al empacho! Hay quien lo expulsa en forma de eructo. Muchos lo regurgitan. Pocos son quienes acaban vomitándolo. ¡Quita! En ese caso habría que hacer lo propio con toda la literatura española. Qué horror. No. Qué error. Yo no hablo de escuelas y sí de una actitud: la realista: máquina (suenan ratatás. ¿Reverte?) de hacer dinero verdadero. Perdón por la rima (-ero). Dos excepciones dignas de lectores exigentes hallo: Carmen Martín Gaite (mencionada) y Antonio Muñoz Molina. La obra de este último aburre someramente. La narrativa que ejercita es de alto vuelo. ¡Y pare usted de contar! El resto aburre sin gracia. La peor manera, esta, de aburrir.
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