Lo he pronunciado en público muchas veces: para mí el Budismo es una escuela filosófica inmejorable para no tener necesidad de ser feliz. O mejor aún: para no tener necesidad de nada en la vida. Eliminemos de la cuenta de resultados el deseo y hallaremos el balance, por fin, equilibrado. Y diremos: ya soy feliz. No estoy ironizando. Lo apunto con total rectitud: sin deseos somos inmensamente felices. José Antonio Marina atacaría de frente la frase anterior. Y concluiría: La carencia de deseos es similar a la muerte. Y yo: No, no, sin deseos se vive como un rey. Nada de muerte. Vivo y bien vivo está (y hasta colea) quien no desea más que no tener deseos. Y Marina: Pero ese ya estaría deseando algo. Y yo: No, no, con eso pasa como con la meditación budista. Meditar consiste en “pensar en no pensar”. O con el “aprender a aprender” de la pedagogía actualísima: nunca sabe uno cuándo se da de boca (para más concreción: contra las dos paletas) con el primer aprendizaje. El principio de algo (aprendizaje, meditación, felicidad) a menudo cuestiona lo sustantivado. Eso no le resta un ápice de valor. Eso contribuye a que no desaparezca de nuestro plano espiritual (el del ser humano). Y entonces Marina (con cierto hartazgo): ¡La historia de la humanidad es la historia del deseo de hombres y mujeres a lo largo de miles de millones de años! Y yo (despelucado): ¡Que no, que no, o sea: que sí, que sí, pero eso no es lo que yo estoy hablando!
Y así podíamos estar hasta mañana.
Lo cierto es que el Budismo no es una escuela sino un conjunto de escuelas. Yo, sin duda, diferenciaría entre Budismo laico y Budismo religioso. El primero no obliga a formar parte de ninguna comunidad monacal. El segundo, sí, además coquetea con los ritos y acoge en su seno una jerarquía profesionalizada. Alabo el primero. Sus pilares son: bondad generalizada, compasión ilimitada, amabilidad instaurada y acrecentada. También, alegría infinita, siempre y cuando el practicante logre chafarse de las garras del deseo. Nota: excluyo de la nómina el deseo sexual. Yo solo refiero el aprendido. No el natural. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Perdón por la rima.
Addenda. Lo anterior ha sido una aclaración in extremis. No me gustaría pasar a la historia de mis congéneres con el sambenito de lo antinatural pegado a mi espalda como lapa inmisericorde. Más al contrario: ni un solo hombre en todo el mundo se sentirá más tendente a lo natural que un servidor de nadie (salvo, pero solo quizá, en el arte). Con “natural” vengo a significar esto: aquello que cae por su propio peso. Creo que va siendo hora de naturalizar el Budismo laico, de anunciar por activa y por pasiva su belleza, su humanidad. Y, de paso, desear que el Budismo no sea pesimista sino optimista. Tremendamente optimista.
Esto último me ha sublevado cuando en la mañana he abierto el libro Biografía de la humanidad. Historia de la evolución de las culturas (Ariel), de mi querido y admirado José Antonio Marina, por la página 217. En ella se lee: “Los `optimistas´ ideales confucianos de activa vida social y servicio a la familia y a la comunidad parecían oponerse al mensaje budista, aparentemente pesimista, de retiro de un mundo lleno de miserias (…)”.
El subrayado de la palabra "pesimista" es mío.
Nada más. O mejor: Namasté.
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