Siempre he sostenido que el conductismo no ha muerto. El premio y el castigo siguen siendo animadores o estorbadores de la acción del hombre. Debiera decir del Zóon Politikón (animal político). El tipo (me niego a aceptar, en esto, una generalidad) abunda y por ello es necesario reconocerlo a vistazo fugaz. Lo mismo acontece con el Macho Alfa. Otro espécimen, este, que prolifera en casi todas las geografías del mundo. El Zóon Politikón no es peor que el Macho Alfa. En su poder está arruinarle la vida a alguien si en ello le va algún beneficio disfrazado de altruismo. ¡Ojo! A menudo viste traje y nudo y exhibe una verborrea rayana en lo afable y en lo inefable. Le gusta sobremanera el poder. O hacer creer al otro que no le gusta nada el poder. Que, incluso, lo desprecia. En este caso suele ostentarlo (el poder) sin ostentación alguna. Es más: hasta puede llegar a renunciar a él.
Todo es inútil: el Zóon Politikón nunca deja de ser Zóon Politikón. En ocasiones se junta, en un solo individuo, esta doble naturaleza: la de Zóon Politikón y la de Macho Alfa. Permítanme, ahora, un consejo. Aléjense de ambos tipos cuando los vean merodear su hacienda. Créanme: no traen (ni llevan) nada bueno aunque, a vista primeriza, parezca lo contrario.
Esa doble (pero no noble) naturaleza de que hablo suele concurrir en los gobernantes. Sobre todo en aquellos que por alguna extraña (o no tan extraña) razón tienen seguidores a mansalva. También en las redes sociales pululan estas aves de rapiña. Y en los blogs. Y en los cenáculos periodísticos.
Lo dicho: tengan mucho cuidado con ellos.
Nada prefiere más un Zóon Politikón y/o Macho Alfa que guerrear. Esto les fascina. Javier Rambaud (pues considero suyo el estilo redactor abajo mostrado, y no de J. A. Marina, coautor de la obra) escribe en Biografía de la Humanidad. Historia de la evolución de las culturas (Ariel) lo siguiente: “Hoffman propone una fórmula propia de la psicología conductista para saber si un gobernante irá a la guerra: el importe del beneficio que se espera obtener, dividido por el coste político que le va a suponer. Si el premio es grande, y el coste es pequeño, por ejemplo, porque ha conseguido movilizar emocionalmente a sus súbditos, iniciará una conflagración. Este planteamiento, que nos parece acertado, exige una aclaración: ¿Quién resulta premiado en una guerra victoriosa? No parece que sea el pueblo. Solo queda como beneficiario un personaje concreto –el soberano– o un personaje abstracto –el estado, la nación, la religión, etc.–. Es una de las paradojas de la evolución cultural que el interés de los soberanos esté con frecuencia tan separado del interés de la gente, y que se haya conseguido muy poco para evitarlo”.
Sobran añadidos.
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