miércoles, 3 de marzo de 2021

346/ Parvo homenaje

Uno lee a Cortázar y ya nada sigue siendo igual. Olvida esa lectura excepcional y acomete otras menores: artísticas, literarias, filosóficas. Los días con sus noches transcurren entre renglones poco aprovechables acaso por haber sido, estos, poco (o nada) aprovechados. Los días y las semanas y los meses y los años. Y un buen año enmarcado en un buen mes enmarcado en una buena semana enmarcada en un buen día enmarcado en un buen cuento enmarcado en un universo personalísimo, estético (asimismo ideológico. Nadie es perfecto), uno regresa a Cortázar y corrobora lo del principio: nada seguirá siendo lo mismo. Yo no sé qué resorte se activa en la mente del lector cuando este lee a Julio. Un Julio triste. Un Julio perspicaz. Un Julio politizado. Un Julio genial. Un Julio inequívocamente controvertido. El misterioso resorte, digo, se activa y la literatura en su más amplio sentido de contundencia y zamarreo de adentro entra por las venas abiertas del lector del sur y arrebata con todo lo que halla a su paso. Esto, visto desde el epílogo. Situémonos, ahora, en el prólogo. Nada sucede de golpe y porrazo en Julio. Al contrario: todo es progresivo y corrosivo e implosivo en vez de explosivo porque el petardeo final a menudo se encastilla en la última línea (o párrafo. O página) de la narración. Y en ese proceso de intriga evolutiva, de tensión psicológica in crescendo, existe un lenguaje perfectamente hilado cuyos términos sencillos (alguno difícil hay) crean en sí y por sí mismos una atmósfera no menos perfecta que el mentado hilado y con ínfulas de paisaje digno de Santiago Rusiñol, pero del alma. Entonces uno queda estupefacto. Entonces uno queda (mal que le pese) sin palabras. Todas ellas se las apropió Julio para estructurar y escribir su cuento. Es el caso de Todos los fuegos el fuego. Refiero el cuento y el libro (Penguin Random House. Barcelona, 2016) cuyas páginas recuerdan la fisonomía de la literatura de altísimo vuelo (sí, sí, también imaginativo este) que hoy tanto escasea. Leer a Julio Cortázar no es un acto de lectura más. Gabriel García Márquez hablaba de `devoción´. No exageraba. Doy fe.

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