El novelista (también el cuentista), en su trabajo diario, activa mecanismos de evolución cultural. Un riesgo conlleva esto: no acertar al decidir. La incertidumbre que deriva de la ignorancia acerca de la pertinencia, o impertinencia, de nuestras decisiones tomadas en frío o en caliente es tan antigua como la historia de la humanidad. Nadie se fustigue por ello. Nadie crea que es babieca por algo así. Si el hombre conociera, a priori, las consecuencias de sus pensamientos y actos dos extremos se extenderían por el ancho mundo: el bien y el mal sin medias tintas. O tanto monta: la perfección y la imperfección sin puntualizar. Es decir: el blanco y el negro. Pero no el gris.
José Antonio Marina y Javier Rimbaud defienden la idea de <<El algoritmo evolutivo>>. “La evolución de las culturas se rige por un mecanismo análogo [al de la evolución de las especies, de Darwin]. Hay una fuerza impulsora, que mueve y dirige la acción: las necesidades, deseos, expectativas y pasiones humanas; hay un mecanismo que proporciona soluciones a los problemas planteados por esos deseos; hay un sistema de selección que elige una de las soluciones y rechaza las restantes>> (Biografía de la humanidad. Ariel. Barcelona, 2018. Pág., 24).
Pues bien: en pos de la búsqueda de seguridad, al decidir, el pobrecito novelista (también el pobrecito cuentista) puede acabar siendo mordido por la locura. Legión son los escritores que han conocido de cerca las fauces desencajadas de esa perra rabiosa. Alguno hasta se ha defendido de ella amparándose en la fuerza. Devolvámosle, ahora, el don de la palabra a Marina y a Rimbaud: "En todos los seres humanos hay un deseo de seguridad (fuerza impulsora), que plantea el problema de cómo conseguirla. (…) Lucien Febvre estudió este deseo por el papel capital que ha jugado en la historia de las sociedades humanas. A lo largo del tiempo se han propuesto muchas soluciones: la cooperación para defenderse, la destrucción del enemigo, la organización política, los sistemas normativos, el retiro al desierto, la búsqueda interior de la pasividad, las religiones" (op. cit., Pág. 27).
Nada de esto le es ajeno al novelista (ni al cuentista). Borges se alió con Bioy para escribir, a cuatro manos, algunas piezas que no son lo mejor de su producción literaria (acaso sí de la de Bioy. Yo no sé): ambos cooperarían para defenderse. De qué o de quién no me es dado saberlo. Fernando Sanchez Dragó trataría de destruir, metafóricamente hablando, a Millás porque este habría expuesto una opinión contraria a la suya en materia de yo no sé qué (la destrucción del enemigo). Góngora y Quevedo representan un buen ejemplo de esto último. Las editoriales deciden qué texto debe ser publicado y qué texto no con base en criterios comerciales más que estilísticos (la organización política). El canon literario es conocido por todos pero nadie sabe justificar, con argumentos de peso, su rigidez (los sistemas normativos). El escritor, exhausto, se retira a su cubil cuando no entiende según qué cosas (el retiro al desierto). El escritor medita (la búsqueda interior de la pasividad). El escritor tiene fe en su obra (las religiones).
Moraleja: Quien escriba refanfinflándosela todo, y todos, escribirá siempre.
No lo hagas (escribir), escritor amigo, para publicar. No cometas ese dislate. Que tu motivación sea otra. Y si aquella (la publicación) llega algún día, recíbela con alegría (perdón por la rima). ¡Y a otra cosa!
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