jueves, 27 de abril de 2023

411/ Mujer abnegada (e inteligente)

Cuanto más leo Diarios de Zenobia Camprubí más me percato de la enormidad de esta mujer. De su nobleza de espíritu. De su paciencia a prueba de chantajes emocionales. Lo he enunciado varias veces en esta bitácora: no debía ser nada fácil convivir con Juan Ramón Jiménez. Convivencia atiborrada de desatinos, manías, neurótica hipersensibilidad sería la vivida con el <<Andaluz Universal>>. Conste que JRJ, para moi, es el mejor poeta de la historia de la literatura universal. Insisto: ¡conste! <<Lo cortés no quita lo valiente>>. Churras y merinas van por separado. Aguantar semejante cúmulo de impertinencias… 

     Cuenta Zenobia en una de las entradas de su diario que el hecho de pasear en coche descapotado (el coche y la cabeza del poeta, entiéndase bien: JRJ era, literalmente, <<calvo>>) resultaba suficiente para que el poeta agarrara un constipado de los de no te menees que dejaría en suspenso la vida social del matrimonio por una buena cuota de días. ¿Quién soporta algo así? ¿Quién no manda <<a por espárragos>> a alguien tan <<especialito>>? Yo no sé. Zenobia (digo yo) estaría hecha de otra pasta. Dicen (ella dice) que era amor. Vale. El amor de la época (conjeturo) sería diferente del actual. De otro modo no se entiende tanta abnegación… A colación de esto: ¿Va el amor en consonancia con los tiempos que corren? ¿O el amor siempre es pintiparado independientemente del calendario? Yo no sé. Anota Zenobia en su diario (1. Cuba, 1937-1939) lo que sigue: 

     <<16 de noviembre. Martes [1937].

     Ayer por la noche, J.R. y yo tuvimos una pelea. Comenzó con una de sus ideas absurdas, que fue la gota que derramó el vaso, así que me dio una de mis grandes “cóleras”, llena de justa indignación, y le dije que me iba a Nueva York a visitar a mi familia indefinidamente. He descubierto que estos arrebatos acumulados lentamente son completamente inútiles en lo que a mis decisiones se refiere, porque le tengo demasiado cariño para llevar a cabo un solo plan, no importa lo decidida que esté. Al final me doy cuneta antes de la partida de que no voy a disfrutar de nada pensando en J.R. y en el triste estado de ánimo en que lo ponen mis arrebatos de cólera. Sin embargo, tienen la ventaja de refrescar el ambiente por un momento, ya que J.R. es un espíritu completamente inconsciente>>.

      Qué querría significar Z con eso de que JR era un <<espíritu completamente inconsciente>>. Arriesgaré una respuesta: que vivía a perpetuidad sin aprehender el estado del ser de ella. Esto, dicho así, suena duro. Si Zenobia lo creyó a pies juntillas debió sentirse muy damnificada por el hecho en sí. Yo no creo que lo dijese (que lo escribiese) convencida de ello. Probablemente la ira de esta gran mujer también se reflejara en sus dictámenes escritos, quizá, a vuelapluma. ¿Exagerará o atenuará, en esas, la realidad? A veces pienso en la posibilidad de la atenuación. ¿Chi lo sa? La extinción de la fuente (¡maldita sea!) es implacable.       

miércoles, 26 de abril de 2023

410/ Poema anti-suicidio

Algo se le recompone a uno dentro cuando se topa con una preciosidad literaria. Es así. ¡Palabra! No cabe, pues, vuelta de hoja con este asunto. La recomposición de que hablo estaría relacionada con la felicidad (aunque el texto de que se trata no abunde en felicidades, digamos, plenas). Da lo mismo. Esta vez la felicidad se ha manifestado en forma de confirmación. Que la literatura sirve para algo. Que la creación literaria (para el caso: de Rafael Guillén) no ha sido en balde. Que las líneas que conforman el texto que a uno le ha procurado el eterno zamarreo interior esconden posibilidades de vida aún no vivida tan estimulantes como hacederas. No hay nada, pues, que la imaginación bien cimentada no pueda abarcar… 

    Rafael Guillén habría creado uno de los momentos que Rosa Montero llama <<oceánicos>> en su libro <<El peligro de estar cuerda>> (Seix Barral). Es decir: momentos de iluminación total (en japonés: satori). Sin embargo el poema de Guillén a mí me transporta a un instante menos rígido situado entre la pura felicidad y la negación no menos pura de la felicidad. Pero yo insisto: momento no rígido sino fluctuante sería el que atesora el poema de R. Guillén. Su satori fluctuaría entre un hito (lo feliz sentido) y otro (lo infeliz en sombra). O sea: la doble cara de la luna. Celebro que Montero saque a relucir el lado lumínico del poema-luna encendida de R. Guillén. Por siempre lo celebro. Mi insano criticismo me impide hacer lo propio (fijarme solo en uno de los lados de la luna). ¡Fuera intransigencia! El poema de Guillén debería ser leído, creo, por todo quisque. Yo lo he extraído, sin piedad, del libro de Rosa Montero más arriba mentado. Lo transcribiré, ahora, para disfrute del lector de esta bitácora. Dice así:

     

     SER UN INSTANTE


     La certidumbre llega como un deslumbramiento.

     Se existe por instantes de luz. O de tiniebla.

     Lo demás son las horas, los telones de fondo,

     el gris para el contraste. Lo demás es la nada.


     Es un momento. El cuerpo se deshabita y deja

     de ser la transparencia con que se ve a sí mismo.

     Se incorpora a las cosas; se hace materia ajena

     y podemos sentirlo desde un lugar remoto.


     Yo recuerdo un instante en que París caía

     sobre mí con el peso de una estrella apagada.

     Recuerdo aquella lluvia total. París es triste.

     Todo lo bello es triste mientras exista el tiempo.


     Vivir es detenerse con el pie levantado,

     es perder un peldaño, es ganar un segundo.

     Cuando se mira un río pasar, no se ve el agua.

     Vivir es ver el agua; detener su relieve.


     Mi vagar se acodaba sobre el pretil de hierro

     del Pont des Arts. De súbito, centelleó la vida.

     Sobre el Sena llovía, y el agua, acribillada,

     se hizo piedra, ceniza de endurecida lava.


     Nada altera su orden. Es tan solo un latido

     del ser que, por sorpresa, llega a ser perceptible.

     Y se siente por dentro lo compacto del hierro,

     Y somos la mirada misma que nos traspasa.


     La lucidez elige momentos imprevistos.

     Como cuando en la sala de proyección, un fallo

     interrumpe la acción, deja una foto fija.

     Al pronto el ritmo sigue. Y sigue el hundimiento.


     La pesada silueta del Louvre no se cuadraba

     en el espacio. Estaba instalada en alguna

     parte de mí, era un trozo de esa total conciencia

     que hendía con su rayo la certeza absoluta.


     Ser un instante. Verse inmerso entre otras cosas

     que son. Después no hay nada. Después el universo

     prosigue en el vacío su muerte giratoria.

     Pero por un momento se detiene, viviendo.


     Recuerdo que llovía sobre París. Los árboles

     también eran eternos en la orilla. Al segundo,

     las aguas reanudaron su curso y yo, de nuevo,

     las miraba sin verlas, perderse bajo el puente. 

                

     Qué habría ido a hacer al Pont des Arts el sujeto poético es algo que el lector de Rosa Montero ignora pero intuye. <<Aguanta un día más>>, escribe Montero en <<El peligro de estar cuerda>>, porque la vida siempre vive. 

     Recuérdelo quien esté macerándolo…  

jueves, 20 de abril de 2023

409/ Escritura: ¿oficio de locos?

Entre cordura y locura habría un nexo de unión: creatividad. La creatividad sería la que daría con la mente cuerda en el oscuro pozo de la locura. O tanto monta: la creatividad confirmaría que la cordura de quien la ostenta no quedaría lejos de la locura de quien la padece. Una pregunta nos asalta de inmediato: ¿se puede ser creativo y estar cuerdo a la vez? Aventuraré una respuesta flexible: sí. O sea: <<quiero creer>> que sí. Ciertamente no hay estudios fehacientes que demuestren que las personas creativas acaben, todas, presas de la locura. Tesis contraria a la mentada parece ser la que sostiene Rosa Montero en El peligro de estar cuerda. El título de tan buen libro, transcripción fiel de un verso de Emily Dickinson (tildada de loca con razón. Lo digo apiadándome de ella… o no. Se entenderá más adelante la apostilla), hace mención a la posibilidad de que la <<felicidad>> obstaculice el curso pleno de la creatividad que estaría emparentada con el sufrimiento y de este a la locura no habría un trecho demasiado grande… 

     Sylvia Plath padecía esta aprehensión: <<Me preocupa que la felicidad me vuelva perezosa [para la escritura]>> (op. cit. Seix Barral. Barcelona, pág. 162).

     Todo (dicho sea al modo argentino) relindo.  

     En el libro de Montero se leen otros casos semejantes a los de Dickinson por desembocar, todos ellos, en la locura de su protagonista. De ahí a concluir que los artistas (los escritores por encima del resto) están chiflados es, cuando menos, algo que sobrepasa mi capacidad de aguante. Que haya una relación más o menos directa entre ser creativo (para el caso: ser escritor) y arrastrar alguna tara mental… Vale. Que ello signifique, unívocamente, que quien a esa coyuntura se ve sujeto (quiero decir: ser creativo) esté como una regadera… Rotundamente no. ¿Cuántos creadores perfectamente sanos (de mente) conocen ustedes? Yo, alguno. No daré nombres. Son, conjeturo, una minoría. Puede que las vidas desgraciadas que determinados autores de la literatura han llevado sean, al cabo, el detonante (en todos ellos) de eso que llamamos <<creatividad>>. Cosa distinta sería el carácter que ostentaría nuestra valoración de esas obras… ¿Tendría, hoy, la obra de Plath la misma relevancia si la autora no hubiese sido triste carne de suicidio? Lo mismo cabría preguntarse de la de Emilio Salgari, Mariano José de Larra, Stefan Zweig…

     Montero, me parece, aboga en El peligro de estar cuerda por los escritores malditos. Pero no sólo de <<malditismo>> vive la literatura. ¿Dónde quedaría, entonces, la infantil (muy superior en todo a la otra: la de adultos)? No existe una sola obra de literatura infantil confeccionada desde la chifladura. Y la creatividad que envuelve estas obras está fuera de toda duda (cuantitativa y cualitativamente hablando). Conque…

     Rosa Montero confiesa sus taras en El peligro de estar cuerda. Esto el lector lo agradece. Demuestra una honestidad brutal por parte de la autora. ¡Bravo, Rosa! Pero eso sería todo. ¿Persigue Rosa Montero convencernos de que el único destino del escritor (de raza) es la locura? Loco estaría el escritor (de raza. El otro, el tibio, no lo acuciará…) si no pergeñara literatura. Otra tesis del libro de Montero. Harina, esa, de otro costal. No conviene, en efecto, mezclar churras con merinas. Lo de Dios a Dios y lo del César…

     A colación de esto último: Rosa, por el amor de Buda, a qué introducir con un calzador esos micro-relatos de ficción que haces pasar por verdaderos cuando (dicho sea de nuevo al modo argentino) se le ven las hilachas… Mujer, qué te abría costado no ponerlos en negro sobre blanco, ¿no ves que afean en sumo grado el fantástico ensayo que has escrito cual heroína de los confines de la cordura?…  

     De los muchos casos de locura consignados en el libro de Montero dos han llamado poderosamente mi atención: el de Emily Dickinson (incesto y agorafobia) y el de Silvia Plath (depresión y suicidio). Ahora correré un tupido velo e iré, cual gacela nigeriana, a abrir un libro menos angustioso para sumergirme en la mieles de la literatura cuerda para cuerdos. ¿O debería decir: sub-literatura?

     Jopé, Rosa, ¡que ya pasaron los veinte años! Otra tesis del libro de Montero: la inmadurez del escritor. Ahí es nada.

sábado, 15 de abril de 2023

408/ Y lo fue, hasta la sepultura

Yo, como media España y no sé si medio mundo, no esperaba la sorpresiva muerte de Fernando Sánchez Dragó. Hasta su último aliento ha dejado el escritor huella de peculiaridad en el consciente colectivo (refiero la foto con su gato y las dos frases que la refrendan). Ha muerto, creo, el mejor escritor en lengua castellana desde Cervantes y Pérez Galdós (en algunos pasajes de su obra superó con mucho a sendos monstruos de la literatura. ¡Digamos las cosas como son!). Ser el mejor escritor no conlleva, per se, estar exento de decir o cometer estupideces. Una cosa es la maestría escritural y otra, bien distinta, la sandez verbal (y verbalizada). Ambos atributos (maestría y sandez) nutrían la idiosincrasia y modus vivendi de Dragó. El madrileño fue durante muchos años uno de mis escasísimos maestros literarios (otros que engrosan la mínima lista son: Gabo, Borges, Pombo…). De un tiempo a esta parte detesté cuanto decía Fernando y casi todo lo que ponía en negro sobre blanco dejó de interesarme. Fernando (a quien yo, de vez en vez, llamo en esta bitácora <<Fernandito>>) perdió el norte. Extravió el valor de lo políticamente incorrecto incursionándose por sendas absurdas, surrealistas, de pesadillas insignificantes o <<polémicas bufas>> que a ningún sitio de provecho intelectual (y sensitivo) conducían. No seré yo quien juzgue su individualidad. Sí (insuperable donde las haya) su obra. 

     Voy, por ello, a transcribir un pasaje de Gárgoris y Habidis cuya lectura me rentó horas de un placer literario (nadie olvide que hablamos de la más alta literatura que quepa imaginar, y no de política, y no de ética…) infinito. La fragua (a fuego lento) del pasaje abajo transcrito está fuera del alcance de muchos escritores reputados, por su quehacer rítmico y dominio del lenguaje, sobre todo. También, acaso (pero esto no sabremos nunca si se constituirá o no en ley universal), por su portentosa capacidad de obnubilación… 

     No daré más rodeos. He aquí el pasaje aludido (júzguelo, si lo desea, el lector):

     <<La leyenda dice que el Grial permaneció por espacio de seiscientos años en una hornacina de San Juan de la Peña. Sería el mismo cáliz de ágata sardónica montado en oro que hoy, con fama similar y asombroso parecido al que en su día describiese Ana Catalina Emmerich, se conserva y adora en la catedral de Valencia. San Pedro lo llevó a Roma desde Jerusalén y allí quedó el Copón hasta que el papa Sixto II, por razones que no se nos alcanzan, lo puso en manos del futuro santo oscense Lorenzo o Laurencio Diácono. Huelga añadir que éste –sorprendido, pero no desconcertado– se echó al cabás la reliquia y salió como un cohete en dirección a su aldea. Ya estaba Huesca erigida en centro de la cristiandad. En eso llegan los árabes y el ciborio va a esconderse en el rudo monasterio. Sus abades lo utilizarán chiticallando hasta que en el amanecer del siglo XV alguien se va de la lengua. ¡Qué golosina! Martín I el Humano corre a incautarse del Vaso y le busca acomodo en el cesaraugustano edificio de la Aljafería. De allí lo sacará Alfonso V para depositarlo, antes de zarpar rumbo a Nápoles, en su actual peana levantina. La historia no dice más, pero cabe rellenar con la imaginación ese hiato de seis centurias cuyo secreto se llevaron los cluniacenses a la huesa. ¡Qué potajes, qué trapisondas, qué diálisis, crisopeyas y borborigmos no se cocinarían en el cubilete!>> (Fernando Sánchez Dragó: <<Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España>>. Planeta. Barcelona, 2004. Pág., 475).  

     Partió el hombre, queda la obra, y el personaje inserto en la obra. Obra esta, la de Dragó, eterna (yo eso espero). Llama la atención la escasa atención (valga la redundancia) que los Medios de Comunicación de Masas (nidos de <<chupópteros y facinerosos>>, que diría aquél, siempre a la sombra del árbol que más cobija…) han dedicado a las exequias fúnebres del escritor. Yo insisto: mejor pluma que la de Dragó tardaremos siglos (¡siglos!) en verla.

     Lástima que te torcieras tanto, Fernando. 

     Descansa, con todo, en paz.