Yo, como media España y no sé si medio mundo, no esperaba la sorpresiva muerte de Fernando Sánchez Dragó. Hasta su último aliento ha dejado el escritor huella de peculiaridad en el consciente colectivo (refiero la foto con su gato y las dos frases que la refrendan). Ha muerto, creo, el mejor escritor en lengua castellana desde Cervantes y Pérez Galdós (en algunos pasajes de su obra superó con mucho a sendos monstruos de la literatura. ¡Digamos las cosas como son!). Ser el mejor escritor no conlleva, per se, estar exento de decir o cometer estupideces. Una cosa es la maestría escritural y otra, bien distinta, la sandez verbal (y verbalizada). Ambos atributos (maestría y sandez) nutrían la idiosincrasia y modus vivendi de Dragó. El madrileño fue durante muchos años uno de mis escasísimos maestros literarios (otros que engrosan la mínima lista son: Gabo, Borges, Pombo…). De un tiempo a esta parte detesté cuanto decía Fernando y casi todo lo que ponía en negro sobre blanco dejó de interesarme. Fernando (a quien yo, de vez en vez, llamo en esta bitácora <<Fernandito>>) perdió el norte. Extravió el valor de lo políticamente incorrecto incursionándose por sendas absurdas, surrealistas, de pesadillas insignificantes o <<polémicas bufas>> que a ningún sitio de provecho intelectual (y sensitivo) conducían. No seré yo quien juzgue su individualidad. Sí (insuperable donde las haya) su obra.
Voy, por ello, a transcribir un pasaje de Gárgoris y Habidis cuya lectura me rentó horas de un placer literario (nadie olvide que hablamos de la más alta literatura que quepa imaginar, y no de política, y no de ética…) infinito. La fragua (a fuego lento) del pasaje abajo transcrito está fuera del alcance de muchos escritores reputados, por su quehacer rítmico y dominio del lenguaje, sobre todo. También, acaso (pero esto no sabremos nunca si se constituirá o no en ley universal), por su portentosa capacidad de obnubilación…
No daré más rodeos. He aquí el pasaje aludido (júzguelo, si lo desea, el lector):
<<La leyenda dice que el Grial permaneció por espacio de seiscientos años en una hornacina de San Juan de la Peña. Sería el mismo cáliz de ágata sardónica montado en oro que hoy, con fama similar y asombroso parecido al que en su día describiese Ana Catalina Emmerich, se conserva y adora en la catedral de Valencia. San Pedro lo llevó a Roma desde Jerusalén y allí quedó el Copón hasta que el papa Sixto II, por razones que no se nos alcanzan, lo puso en manos del futuro santo oscense Lorenzo o Laurencio Diácono. Huelga añadir que éste –sorprendido, pero no desconcertado– se echó al cabás la reliquia y salió como un cohete en dirección a su aldea. Ya estaba Huesca erigida en centro de la cristiandad. En eso llegan los árabes y el ciborio va a esconderse en el rudo monasterio. Sus abades lo utilizarán chiticallando hasta que en el amanecer del siglo XV alguien se va de la lengua. ¡Qué golosina! Martín I el Humano corre a incautarse del Vaso y le busca acomodo en el cesaraugustano edificio de la Aljafería. De allí lo sacará Alfonso V para depositarlo, antes de zarpar rumbo a Nápoles, en su actual peana levantina. La historia no dice más, pero cabe rellenar con la imaginación ese hiato de seis centurias cuyo secreto se llevaron los cluniacenses a la huesa. ¡Qué potajes, qué trapisondas, qué diálisis, crisopeyas y borborigmos no se cocinarían en el cubilete!>> (Fernando Sánchez Dragó: <<Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España>>. Planeta. Barcelona, 2004. Pág., 475).
Partió el hombre, queda la obra, y el personaje inserto en la obra. Obra esta, la de Dragó, eterna (yo eso espero). Llama la atención la escasa atención (valga la redundancia) que los Medios de Comunicación de Masas (nidos de <<chupópteros y facinerosos>>, que diría aquél, siempre a la sombra del árbol que más cobija…) han dedicado a las exequias fúnebres del escritor. Yo insisto: mejor pluma que la de Dragó tardaremos siglos (¡siglos!) en verla.
Lástima que te torcieras tanto, Fernando.
Descansa, con todo, en paz.
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