Algo se le recompone a uno dentro cuando se topa con una preciosidad literaria. Es así. ¡Palabra! No cabe, pues, vuelta de hoja con este asunto. La recomposición de que hablo estaría relacionada con la felicidad (aunque el texto de que se trata no abunde en felicidades, digamos, plenas). Da lo mismo. Esta vez la felicidad se ha manifestado en forma de confirmación. Que la literatura sirve para algo. Que la creación literaria (para el caso: de Rafael Guillén) no ha sido en balde. Que las líneas que conforman el texto que a uno le ha procurado el eterno zamarreo interior esconden posibilidades de vida aún no vivida tan estimulantes como hacederas. No hay nada, pues, que la imaginación bien cimentada no pueda abarcar…
Rafael Guillén habría creado uno de los momentos que Rosa Montero llama <<oceánicos>> en su libro <<El peligro de estar cuerda>> (Seix Barral). Es decir: momentos de iluminación total (en japonés: satori). Sin embargo el poema de Guillén a mí me transporta a un instante menos rígido situado entre la pura felicidad y la negación no menos pura de la felicidad. Pero yo insisto: momento no rígido sino fluctuante sería el que atesora el poema de R. Guillén. Su satori fluctuaría entre un hito (lo feliz sentido) y otro (lo infeliz en sombra). O sea: la doble cara de la luna. Celebro que Montero saque a relucir el lado lumínico del poema-luna encendida de R. Guillén. Por siempre lo celebro. Mi insano criticismo me impide hacer lo propio (fijarme solo en uno de los lados de la luna). ¡Fuera intransigencia! El poema de Guillén debería ser leído, creo, por todo quisque. Yo lo he extraído, sin piedad, del libro de Rosa Montero más arriba mentado. Lo transcribiré, ahora, para disfrute del lector de esta bitácora. Dice así:
SER UN INSTANTE
La certidumbre llega como un deslumbramiento.
Se existe por instantes de luz. O de tiniebla.
Lo demás son las horas, los telones de fondo,
el gris para el contraste. Lo demás es la nada.
Es un momento. El cuerpo se deshabita y deja
de ser la transparencia con que se ve a sí mismo.
Se incorpora a las cosas; se hace materia ajena
y podemos sentirlo desde un lugar remoto.
Yo recuerdo un instante en que París caía
sobre mí con el peso de una estrella apagada.
Recuerdo aquella lluvia total. París es triste.
Todo lo bello es triste mientras exista el tiempo.
Vivir es detenerse con el pie levantado,
es perder un peldaño, es ganar un segundo.
Cuando se mira un río pasar, no se ve el agua.
Vivir es ver el agua; detener su relieve.
Mi vagar se acodaba sobre el pretil de hierro
del Pont des Arts. De súbito, centelleó la vida.
Sobre el Sena llovía, y el agua, acribillada,
se hizo piedra, ceniza de endurecida lava.
Nada altera su orden. Es tan solo un latido
del ser que, por sorpresa, llega a ser perceptible.
Y se siente por dentro lo compacto del hierro,
Y somos la mirada misma que nos traspasa.
La lucidez elige momentos imprevistos.
Como cuando en la sala de proyección, un fallo
interrumpe la acción, deja una foto fija.
Al pronto el ritmo sigue. Y sigue el hundimiento.
La pesada silueta del Louvre no se cuadraba
en el espacio. Estaba instalada en alguna
parte de mí, era un trozo de esa total conciencia
que hendía con su rayo la certeza absoluta.
Ser un instante. Verse inmerso entre otras cosas
que son. Después no hay nada. Después el universo
prosigue en el vacío su muerte giratoria.
Pero por un momento se detiene, viviendo.
Recuerdo que llovía sobre París. Los árboles
también eran eternos en la orilla. Al segundo,
las aguas reanudaron su curso y yo, de nuevo,
las miraba sin verlas, perderse bajo el puente.
Qué habría ido a hacer al Pont des Arts el sujeto poético es algo que el lector de Rosa Montero ignora pero intuye. <<Aguanta un día más>>, escribe Montero en <<El peligro de estar cuerda>>, porque la vida siempre vive.
Recuérdelo quien esté macerándolo…
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