Entre cordura y locura habría un nexo de unión: creatividad. La creatividad sería la que daría con la mente cuerda en el oscuro pozo de la locura. O tanto monta: la creatividad confirmaría que la cordura de quien la ostenta no quedaría lejos de la locura de quien la padece. Una pregunta nos asalta de inmediato: ¿se puede ser creativo y estar cuerdo a la vez? Aventuraré una respuesta flexible: sí. O sea: <<quiero creer>> que sí. Ciertamente no hay estudios fehacientes que demuestren que las personas creativas acaben, todas, presas de la locura. Tesis contraria a la mentada parece ser la que sostiene Rosa Montero en El peligro de estar cuerda. El título de tan buen libro, transcripción fiel de un verso de Emily Dickinson (tildada de loca con razón. Lo digo apiadándome de ella… o no. Se entenderá más adelante la apostilla), hace mención a la posibilidad de que la <<felicidad>> obstaculice el curso pleno de la creatividad que estaría emparentada con el sufrimiento y de este a la locura no habría un trecho demasiado grande…
Sylvia Plath padecía esta aprehensión: <<Me preocupa que la felicidad me vuelva perezosa [para la escritura]>> (op. cit. Seix Barral. Barcelona, pág. 162).
Todo (dicho sea al modo argentino) relindo.
En el libro de Montero se leen otros casos semejantes a los de Dickinson por desembocar, todos ellos, en la locura de su protagonista. De ahí a concluir que los artistas (los escritores por encima del resto) están chiflados es, cuando menos, algo que sobrepasa mi capacidad de aguante. Que haya una relación más o menos directa entre ser creativo (para el caso: ser escritor) y arrastrar alguna tara mental… Vale. Que ello signifique, unívocamente, que quien a esa coyuntura se ve sujeto (quiero decir: ser creativo) esté como una regadera… Rotundamente no. ¿Cuántos creadores perfectamente sanos (de mente) conocen ustedes? Yo, alguno. No daré nombres. Son, conjeturo, una minoría. Puede que las vidas desgraciadas que determinados autores de la literatura han llevado sean, al cabo, el detonante (en todos ellos) de eso que llamamos <<creatividad>>. Cosa distinta sería el carácter que ostentaría nuestra valoración de esas obras… ¿Tendría, hoy, la obra de Plath la misma relevancia si la autora no hubiese sido triste carne de suicidio? Lo mismo cabría preguntarse de la de Emilio Salgari, Mariano José de Larra, Stefan Zweig…
Montero, me parece, aboga en El peligro de estar cuerda por los escritores malditos. Pero no sólo de <<malditismo>> vive la literatura. ¿Dónde quedaría, entonces, la infantil (muy superior en todo a la otra: la de adultos)? No existe una sola obra de literatura infantil confeccionada desde la chifladura. Y la creatividad que envuelve estas obras está fuera de toda duda (cuantitativa y cualitativamente hablando). Conque…
Rosa Montero confiesa sus taras en El peligro de estar cuerda. Esto el lector lo agradece. Demuestra una honestidad brutal por parte de la autora. ¡Bravo, Rosa! Pero eso sería todo. ¿Persigue Rosa Montero convencernos de que el único destino del escritor (de raza) es la locura? Loco estaría el escritor (de raza. El otro, el tibio, no lo acuciará…) si no pergeñara literatura. Otra tesis del libro de Montero. Harina, esa, de otro costal. No conviene, en efecto, mezclar churras con merinas. Lo de Dios a Dios y lo del César…
A colación de esto último: Rosa, por el amor de Buda, a qué introducir con un calzador esos micro-relatos de ficción que haces pasar por verdaderos cuando (dicho sea de nuevo al modo argentino) se le ven las hilachas… Mujer, qué te abría costado no ponerlos en negro sobre blanco, ¿no ves que afean en sumo grado el fantástico ensayo que has escrito cual heroína de los confines de la cordura?…
De los muchos casos de locura consignados en el libro de Montero dos han llamado poderosamente mi atención: el de Emily Dickinson (incesto y agorafobia) y el de Silvia Plath (depresión y suicidio). Ahora correré un tupido velo e iré, cual gacela nigeriana, a abrir un libro menos angustioso para sumergirme en la mieles de la literatura cuerda para cuerdos. ¿O debería decir: sub-literatura?
Jopé, Rosa, ¡que ya pasaron los veinte años! Otra tesis del libro de Montero: la inmadurez del escritor. Ahí es nada.
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