miércoles, 30 de agosto de 2023

428/ "Menosprecio de corte y alabanza de aldea" (II)

Pueblo igual a invariabilidad vital. Ciudad igual a vida amena. Pero esto no será del todo así. El narrador de <<Las hermanas coloradas>> lo juzga de otra forma (es decir: la vida en el pueblo sería <<monótona>>. Punto) a juzgar por el siguiente párrafo sin concierto y un poco abigarrado:

    <<Todos los días la misma torre, el mismo poniente e igual música de saludos en cada esquina. Todo quieto y lúcido. Sólo la carne padece. Sobre igual paisaje las carnes adoban y resecan hasta emprender la muerte. Todo es un juego de pequeñas vueltas, de idénticos círculos, de parejas sombras, palabras, caras, fachadas, historias y torre. La plaza, con el Casino, la Posada de los Portales y el Ayuntamiento es el eje de esa ruleta de luces isócronas, de parejos saludos, de risas, campanadas, ladridos, y petardeaos de coches. Don Isidoro se asoma a su balcón a las doce, poco más o menos. Manolo Perona que llega al Casino. El relevo de los guardias, la gente que viene de la compra. Todos los días a la compra. Don saturnino, que va de visitas, al pasar por la plaza saca la cabeza por la ventanilla del coche para ver la hora. Los señores curas pasean por la glorieta con revuelo de sotanas. Si se muere uno, o se va, viene otro y luego otro, pero siempre hay a la caída de la tarde curas paseando entre pliegues de sotana. Las tinajas de vino cada año se llenan, cada se vacían. Las lonas del mosto cada año se manchan, cada se lavan. Ya llega la noche, la plaza se queda vacía y todos a la cama con cara modorra. <<Sus mujeres duermen>>. La Gregoria suspira. ¿Y su hija, la Alfonsa? ¿Hasta qué hora mira el rayo estrecho de luz que filtra la ventana?>> (op.cit., biblioteca El Mundo. BIBLIOTEX, S.L., 2001. Pág., 184).

     Ese <<rayo estrecho de luz que filtra la ventana>> es el mismo que vieron las hermanas coloradas mientras permanecían retenidas en un inmueble de Madrid, que es ciudad y no pueblo, por mucho que algunos ideólogos de la vieja escuela se empeñen en parangonarla (a Madrid) con un inmenso pueblo manchego. No, no. Madrid es urbe en toda regla. Vale que su idiosincrasia consista en una mezcolanza entre lo sofisticado y lo sencillo. Vale que su población fluctúe entre lo moderno y lo castizo. Vale que su historia literaria rezuma clasicismo y romanticismo. Todo eso, insisto, es válido. Pero aquel que osa identificar Madrid con un poblachón manchego o no sabe lo que dice o dice lo que no sabe. Madrid no es sino urbe angustiosa, colapsada, alienante. La <<monotonía>> que sufrieron las hermanas coloradas es exactamente la misma que sufrió el sujeto poético de aquel poema de Machado (<<Las moscas>>) que empieza…

    

     Vosotras, las familiares,
    
inevitables golosas,
    
vosotras, moscas vulgares,
    
me evocáis todas las cosas


     …y acaba así:


     Inevitables golosas,
    
que ni labráis como abejas,
    
ni brilláis cual mariposas;
    
pequeñitas, revoltosas,
    
vosotras, amigas viejas,
    
me evocáis todas las cosas.


     Monotonía de la evocación. Monotonía de la memoria. Monotonía de la nostalgia de un pueblo. Nostalgia: inductora de literatura. El pueblo, aquí, es el protagonista. Eso, amigos, es todo.    

viernes, 18 de agosto de 2023

427/ "Menosprecio de corte y alabanza de aldea"

Existe una pugna histórica entre pueblo y ciudad que no deja indiferente a <<naide>>. Yo la juzgo una pugna necesaria. Conciencia al populacho de determinados hábitos… Sin quitar ni poner, sin prejuzgar ni sojuzgar nada ni a nadie, lamentándolo mucho (o no) he de tomar partido por el pueblo. ¡La duda, al cabo, ofende! Y es que donde se ponga un pueblo, con su campanario y su riachuelo, su bosquecillo silvestre (o roquedal arenoso. Ya puestos…) y sus <<rapaces>> jugueteando en las calles… La ciudad también ofrece credenciales: oferta notable (más aún: sobresaliente) de cultura y ocio, intimidad, anonimato. No es lo mismo. Perdóneseme la insistencia e intransigencia. No es, en absoluto, lo mismo. La vida en el pueblo deviene natural. En la ciudad, un cúmulo de artificios. La gente en los pueblos es (somos) de otra ralea: mejor pensados y formados (sobre todo en civismo y cortesía). Luego está la inocencia buena (que no buenista) de los pueblerinos. Cosa esta que los urbanistas desconocen por completo. Ellos (los urbanistas) se arriman al calor del buenismo, malo por definición, en vez de hacerlo al de la bondad pura y poco (muy poco) dura. En esto del buenismo me malicio que hay una gran carga ideológica. La ideología en los pueblos permanece menos encorsetada que en las ciudades. Yo esto lo juzgo negativo y positivo a la vez. Negativo: porque uno puede fluctuar sin demasiado esfuerzo ni fundamento entre un extremo y otro y todo ello con base en criterios de dudosa potencia filosófica (amiguísimo, compañerismo, favoritismo… Digámoslo de este otro modo: inapropiado sentido común). Positivo: porque el ciudadano de a pie, en los pueblos, ha aprendido a respetar al contrario ideológico como Dios manda y no a despotricar (por despotricar; así funcionan los <<ideologizados>>) y criticar lo muchas veces difícilmente criticable. 

     Esta cantilena me la ha inducido la lectura de la novela <<Las hermanas coloradas>> de Francisco García Pavón (biblioteca El Mundo. BIBLIOTEX, S.L., 2001). Y, por encima de todo, el siguiente párrafo (pág. 60): 

     <<En los pueblos (…) cada persona es un ser redondo, completo, parte de otra cosa más gorda, también completa, que es una familia. Allí a todo el mundo se le conoce de cuerpo entero, de familia entera. Pero aquí en las capitales a la gente se la columbra a cachos, a refilones. Y a las familias enteras tal vez nunca. En los pueblos puedes enterarte en un rato de la biografía completa de cada sujeto. Aquí tienes que componerla como un rompecabezas. Allí, la vida de cada persona es como una novela que vas abultando cada día con las noticias que él mismo te da o los próximos te allegan. Aquí a lo más sólo se sabe el título de los capítulos. Allí, te sientas en la terraza del San Fernando, y apenas cruza un individuo, la cabeza reina toda su historia, sus dichas y desdichas, sus cojeras y demasías, sus cuernos y sus muertos, sus ganancias y pedriscos, la fecha de cuando se rompió el brazo, le mordió el mastín o tuvo la nieta con apendicitis. Y si me apuras, hasta recuerdan dónde tienen el nicho, en qué lonja compran y qué barbero les raspa la cuerda cada sábado. Aquí no se ven más que sombras, gentes que no se miran ni se hablan, carteles de hombres sin noticia caliente. Mujeres que sólo te llaman la atención por la colocación de sus carnes y el respingo del caderamen… Por eso en Madrid, ser policía es una cosa científica y mecánica. Hay que empezar por averiguar quién es quién. En el pueblo ser policía es ejercicio humanísimo, porque hay que rebuscar aquel rincón último de los que conocemos. Los pueblos son libros. Las ciudades periódicos mentirosos…>>.

     El monólogo interior arriba copiado corre a cargo de Plinio, el Policía pueblerino averiguador de tramas criminales que inventara García Pavón, a quien hoy nadie conoce (digo: a Plinio). Pero no menos a García Pavón. Ganó el de Tomelloso el Premio Nadal con esta atractiva novela policíaca. Yo acabo de descubrirlos (al autor y a su novela) y me doy, por ello, con un canto en los dientes. La mentada obrita fue escrita con un lenguaje elaborado (algo casposo. Año 1970) propio de un literato de altura y no como suele acontecer hoy: haciendo uso de un lenguaje en exceso llano y sin apenas aciertos sintácticos que bien se precien.

     Todavía no sé <<qué se hicieron las "hermanas coloradas">>. El motivo de su misteriosa desaparición, ¿<<qué se hizo?>>… 


     Continuará.

martes, 8 de agosto de 2023

426/ "Ora, labora et praedicare"

Quién no se ha preguntado alguna vez cómo sería llevar una vida monástica de motu proprio. Una vida monástica con sus sabores y sinsabores. Sin idealismos. Y todo desde la pura objetividad. Para dar ese paso (para acceder a llevar esa vida), conjeturo, se ha de recurrir irremediablemente a la subjetividad. Así pues: <<¡Habemus probleman!>>. Un monje (una monja) no experimentará lo que ven sus ojos (o no sólo) sino también aquello que se sitúa más allá de lo meramente objetivable. Entiéndaseme: esto, junto con lo otro (lo que ven sus ojos: lo objetivable). Entre un hito y otro transcurrirá la vida del encerrado entre cuatro muros conventuales. Bien mirado es similar a lo que acontece con la vida del resto de la humanidad. De ordinario todos los homo sapiens fluctuamos entre ambos extremos. La diferencia, quizá, estribe en que el monje se deja menos arrastrar por lo superficial de la vida cotidiana que por lo profundo habido en ella. Se adentrará más (digo: el monje) en el terreno del pensamiento y la emoción que en ese otro terreno de visceralidad siempre (o casi) a flor de piel. La vida conventual azuzará (vuelvo a expresar una conjetura en toda regla) una inclinación personal y transferible mediante la palabra a indagar en uno mismo traspasando, ¡ojo al dato!, todos los límites. Y justo ahí, en el traspaso de todos los límites, estará el quid del drama. Sólo entonces hará su aparición providencial la duda de fe en el corazón del monje. O cualquier otro tipo de duda, antes certeza, convicción inobjetable antes; duda <<como un Diablo>> ahora. 

     Pombo ha escrito: <<(…) no amábamos a Dios lo suficiente ninguno. Amábamos nuestra vida conventual, nuestro yo huidizo, desdeñado, quebrantado, pero también dejado en paz. Sin mujeres, sin hijos, sin hipotecas, sin operaciones quirúrgicas graves o leves, contando con la simpatía más o menos difusa de todo el mundo. No éramos frailes rompedores, no echábamos a los mercaderes del templo, no denunciábamos las injusticias que se cometían en torno nuestro, porque todos los días rezábamos y trabajábamos. Ensimismados, no amábamos a Dios sino a una imagen vicaria de Dios en nuestras obras, narcisos. No nos hacían falta espejos, bastaba con contemplar nuestras propias vidas discurriendo santamente (…) para sentirnos justificados ante Dios>> (<<Quédate con nosotros, Señor, porque atardece>>. Destino. Barcelona, 2013. Pág., 194).

     Desoladora idea esta del monje, en el caso que nos ocupa, trapense cuya regla no es otra que la de San Benito. De estricta observancia esta. Un monje, pues, narciso. Quién lo diría. Creo a pie juntillas que es verosímil. Y, por otro flanco, alentadora idea esa que aboga por dejar en paz al yo. Esto para poder el yo centrarse en lo que de verdad importa en la vida: el mundo de adentro. El suyo. El del propio yo. Y, ¿no es esto narcisismo puro y duro? Si no es así…, ¡que venga Dios y lo vea!

     Luego hay otra forma de verlo. Solidaridad, desprendida, con el mundo de afuera. Amor a todo trapo incondicional. En definitiva: camino derechito a la santidad. Al <<Ora et labora>>. Pero el monje no deja, por ello, de predicar. Habría que decir entonces: <<Ora, labora et praedicare>>. 

     Pues eso. Y, ahora, a otra cosa.