Hay un trasfondo en todo (y en todos) que nunca deja indiferente a <<naide>>. El mío (mi trasfondo), por supuesto, tampoco. Pero éste yo ya me lo sé. El de los demás (casos y cosas y el resto en el saco) zamarrea fuertemente cuando se desarreboza. O cuando se da uno de boca con el borde saliente de la irrealidad de turno y acaba rompiéndose un diente. Deviene curioso (mejor: desasosegante) observar cómo la manipulación del otro nos vapulea al mismo tiempo que nosotros vapuleamos al otro con nuestra manipulación. Curioso, desasosegante, e irritante. Un baile de máscaras perpetuo y sin fórmula de (di)solución. Juan Ramón Jiménez escribió: <<Yo no soy yo./ Soy este/ que va a mi lado sin yo verlo>>. El sanctasanctórum literario no escapa a esta irrealidad real. Quién es quién en el baile de máscaras en que se ha convertido el mundo no es fácil de discernir. Estamos (conjeturo) en riesgo. ¿De qué? De sufrir una puñalada trapera, puntada a traición, puñeteada no entrevista. Pero, ¿y si hubiese alguien que en esa puñeteada, puntada y puñalada, viese una oportunidad para dar esquinazo a la frustración (de ordinario tan funesta)?
Ignacio Martínez de Pisón ha escrito: <<Aquella mañana descubrí que las cosas casi nunca son como aparentan, que vemos sólo una pequeña parte y creemos que lo estamos viendo todo, cuando lo más importante permanece oculto, sumergido, como dicen que ocurre con los icebergs. Había podido descubrirlo cuando lo de Estoril, pero entonces era demasiado pequeña y, por otro lado, ¿qué tenía de extraño el que la tía Amalia y Alfonso se movieran siempre entre secretos, simulaciones y mentiras? El hecho de que hubieran acabado siendo condenados por estafa confirmaba precisamente el carácter excepcional de su conducta. Ahora era diferente. Ahora comprendía que eso era normal, que todos (mi padre, mi tía, yo misma, niña pobre por las mañanas, niña rica por las tardes) teníamos algún secreto que esconder, y que la vida era como esos muebles que mantienen un aspecto robusto aunque por dentro están siendo devorados por la termita y que, un buen día, de repente, se desmoronan y se convierten en polvo>> (Ignacio Martínez de Pisón. <<María bonita>>. Seix Barral. Barcelona, 2023. Págs., 106-107).
Así, en efecto, acontece. La pregunta de rigor es: ¿Cuál de los dos yoes es el probado? O dicho de otro modo (y extrapolándolo al terreno de la literatura): ¿Va sin máscara el narrador/sujeto poético o es el autor del texto (o ambos. O ninguno) el que sin ella va? ¿Y no habrá más de dos yoes en cada uno? Retomando el texto de Pisón: ¿Merece la pena (más la pesadumbre) evitar la frustración abrazando el fingimiento? Uf. ¡Chi lo sa!
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