viernes, 1 de agosto de 2025

484/ "La piel no hace (o sí) al zorro"...

Yo camino con pies de plomo por las páginas, quizá no aleatorias, de Pabellón de reposo (Camilo José Cela. RBA Editores, S.A. Barcelona, 1992). No, no me fío del de Iria Flavia, o de su foto-retrato todavía no sé a ciencia cierta si posado o robado. Aparenta ser un <<robado de libro>>; bien podría no serlo. En resolución: no me fío del marqués de Iria Flavia. Su prosa tierna, dulce y dócil, sin rebordes puntiagudos que puedan causar heridas superficiales o profundas en los dedos al lector (alguno hay); su prosa, digo, lírica (despierta ésta en el lector conocedor de los parajes <<camilenses>> recuerdos del Cela que a la vez fue y no fue poeta lírico) hace saltar todas las alarmas. El hombre que dio rienda suelta al narcisismo, a la censura, a la crueldad y a la humillación del más débil (todo en clave literaria. O de ficción) se presenta ahora ante el lector como un sumo sacerdote de la moral prosística al uso y todo con base en una prosa sobresaliente. Sobresaliente, no: talentosa. Y eso da que pensar…

     Nota heterodoxa: Considero, por regla general, al narrador de los libros de Cela alter ego de don Camilo. Conste, fielmente, en acta. Sé que hago mal. Pero… Fin de la nota heterodoxa.  

     Después del trago malo del Viaje a la Alcarria (libro libérrimo e infumable donde los haya, libro nefasto. Una pifia literaria), topo con este otro trago bueno, de humanidad vencida y esperanzada que late en el interior de un sanatorio para tuberculosos de yo no sé qué ciudad o ladera o monte sagrado de la literatura universal; como un corazón malherido que no bombea suficiente sangre y se revela defectuoso. Pues bien: quiero (más deseo) compararlo con la proeza de Thomas Mann: La montaña mágica. No es comparación hacedera; tendría que rebuscar en las tripas del obrón del alemán para hallar alguna concomitancia con la del español. Leí la novela de Mann el año dos mil cinco. No sólo ha llovido; ha diluviado, granizado, nevado. De resultas: únicamente recuerdo a grandes trazos la trama del obrón teutón y poco más. La mentada comparación, pues, se me antoja harto difícil. 

     Escribe el marqués de Iria Flavia: <<Las parejas de enamorados deambulan por los desmontes enlazadas del talle, recitando pensativas poesías; como son pobres, tienen que esperar a que se haga de noche para besarse. Cuando yo llegaba a mi casa, a la hora de cenar, los veía sentados al borde de la carretera, tímidos como ladrones, abrazándose en los descuidos de los caminantes. ¡Cómo los envidiaba yo aquellas tibias noches de abril, cuando bajaba las persianas de mi balcón, cuando me disponía a quedarme hasta las dos o hasta las tres de la madrugada, sentado a la mesa de escribir, sobre los áridos textos de la carrera!>> (op.cit. Pág., 24).

     Tal vez en el más necio (por humillante) de los hombres anide un Aleph de humano sentir y ese Aleph de sentir humano pugne por salir de su ocultamiento en aras de la justicia divina. El oprimido tendrá entonces razones para respirar aliviado. Todo era una pose, un artefacto efectista, un trampantojo de la literatura…


     (Continuará).

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