OJO AVIZOR DEL LECTOR
Releer es una sabia elección. Pero releer no tiene porqué ser una sana costumbre. Algo hay en la re-lectura que al lector priva del placer originario de la primera lectura. Ahí, la capacidad de sorpresa se habría extraviado irremisiblemente, y ya no habría posibilidad de regresar por sus fueros. La cosa dependerá, me parece, del tipo de texto que ambicionemos leer o releer. No es lo mismo releer o leer una novela (aquí, la segunda lectura poco nos va deparar, más allá de una o dos nimiedades que se nos escaparon con la primera) que un ensayo o que una tesis doctoral o que un prospecto medicamentoso. Tampoco es lo mismo releer con una diferencia temporal exigua entre la primera y la segunda lectura que hacerlo con otra cuantiosa (incluso, exorbitante), de esas que supuran olvido por sus abiertos y vulcanizados poros. Tampoco esto, como digo, es lo mismo.
Releo Una historia ridícula (Tusquets, 2022), de Luis Landero, y no me parece algo malsano aunque sí una sabia <<elección>> de las pocas que hay hoy. Veo <<desfilar>> ante mí a Marcial (el protagonista) y, sin sorprenderme nada (¡pero nada de nada!), sí creo notar otro nivel de comprensión de la trama y del argumento y un más claro significado del argumentario de Marcial. No es baladí. Atiéndase, si no, al complicado entramado mental del trabajador del sector cárnico que poco o nada se diferencia con el de un narcisista neurasténico (o similar). No es, como digo (¡y digo bien!), baladí. Esta segunda lectura de Una historia ridícula se me antoja menos aventurera que intelectiva. Con ella indago más el entendimiento que la diversión; más su razón de ser (la de la historia, con su trama y su argumento, con su argumentario…) que la mía cuando leo. É, sencillamente, cosí.
También percibo, al releer, un ritmo de lectura inusitado. Más veloz éste, menos contemporizador; más directo al grano, menos dado al bucle. Y esto, para mí, no tiene precio de puja (ni de otro tipo). Pero ojo: esto, siempre y cuando el objetivo sea la comprensión y no el deleite de la lectura por sí misma (…porque sí) y sin expectativas de ninguna clase. Acaso sea la re-lectura una lectura libre (menos condicionada por la memoria y la capacidad de desambiguación del lector) o, al menos, menos sujeta al riesgo de la no continuidad. Quien abandona una empresa acaba siendo menos libre que quien determina, contra viento y marea, seguir adelante. No creo que sobre esto último haya discusión alguna.
Releer Una historia ridícula, en todo caso, me está aportando una visión de plano más abierto (más libre) y con más píxeles (mejor calidad de la imagen) que la que me aportó la primera lectura. Pero, ¡y aquí viene la chafa!, el lenguaje extravía gran parte de su poder de seducción; se vuelve, de pronto, previsible y estigmatizado con aquellas marcas personales del autor (o del narrador) que ya creíamos olvidadas. No lo estaban. Existen en la memoria, provistas de una materialidad casi inasumible por el ojo avizor del lector.
Con todo, dejo a salvo la belleza del tono (ese pieza indiferenciada del engranaje de la literatura). El tono se me antoja crucial para interpretar rectamente un texto literario. El que utiliza Marcial al narrar sus peripecias y dar cuenta de sus teorías pseudo-filosóficas y pseudo-psicológicas sobre la condición humana lo juzgo un acierto proverbial la novela. Yo no sabría definirlo ahora y aquí; sí me atreveré a decir algo: Marcial, el protagonista absoluto de esta historia, habla desde la neurosis de un tipo culto y educado que en sí mismo encierra un monstruo a la vez fascinante e inquietante. Fabricar, como de hecho ha hecho Landero, ese tono no es tarea fácil. No, a juzgar por el número de páginas de la obra (doscientas ochenta y tres) y porque es un tono poco o nada patente en la vida media del lector medio. Cosa, ésta, a tener muy en cuenta.
<<Yo no hablo en vano. Repito: yo no hablo en vano>>, declara Marcial en algún pasaje de Una historia ridícula. Y así, en efecto, acontece. Marcial nunca habla por hablar. Y eso, el tono (su tono) tiene que dibujarlo, tiene que afirmarlo Landero en la escena y sobre el papel. No, no es ésa (¡ni por asomo lo es!) tarea fácil.
Me restaría hablar del nivel metafórico (si lo hay... Yo creo que lo hay) de Una historia ridícula. Pero, ¿saben qué? Lo dejaré para otra <<re-lectura>>…
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