martes, 23 de septiembre de 2025

490/ Ejercicio escrupuloso

Manuel Rivas era desconocido para mí. Nada de él había leído yo. Nada sobre él, tampoco. Y de buenas a primeras, yo no sé cómo, cae de pie en la pantalla de mi teléfono móvil una muestra de El lápiz del carpintero (Alfaguara, 2024). Hojeo las primeras páginas, concluyo: buena prosa. Sin dejar que el calendario se cuartee demasiado, adquiero un ejemplar de la novela en papel. Leo (ya no hojeo) las primeras páginas. Concluyo: prosa deficiente. ¿Qué ha pasado aquí?

     Ha pasado un tren de mercancías que lo ha arrollado todo: se llama <<Traducción>>. Traducción que, una vez más, acaba con el placer de la lectura de un plumazo. Ojo: no estoy diciendo que la traducción del gallego (legua original de la novela de Rivas) al castellano, efectuada por Dolores Vilavedra, sea deficiente. Nada más lejos de mi intención (ni de mi convencimiento). No. Lo que digo es que una traducción (sea cual sea) acaba arruinando una obra escrita que figura una fiesta de la literatura. El lápiz del carpintero ha sido traducido a no sé cuántos idiomas y recabado no sé cuántos premios. El lápiz del carpintero, en castellano, desmerece; no rayaría a la altura de su homónimo gallego. La sintaxis, en ocasiones, coja; las frases con final precipitado; el ritmo de la prosa, a veces, entrecortado y confuso… Todo ello, es claro, no ayuda. Todo ello desvirtúa la prosa hasta extremos insospechados. 

     Un feliz hallazgo topo en El lápiz…: la figura retórica <<imagen>> o <<metáfora>> o <<símil>>. Manuel Rivas se perfilaría todo un maestro en ese lance retórico. Hay infinidad de ejemplos, a modo de tatuajes, en el cuerpo de la novela. Vayan unos botones de muestra:

     a) El polvo del calendario (pág., 28).

     b) En el Hospital de la Caridad había una humedad tal que a las palabras les salía moho por el aire (pág., 31).

     c) Así que se juntaban en la puerta del baile hasta un ciento de zuecos, como barquichuelas en un arenal (pág., 33).

     d) Los acordeones yacían en los arenales, como cadáveres (pág., 34).

     e) En un mismo párrafo, los palos de las letras altas tenían distinta inclinación, hacia la derecha o la izquierda, como ideogramas de una flota embestida por el viento (pág., 45).

     Etc.

     Se trate de <<imagen>>, de <<metáfora>> o de <<símil>>, es indudable la belleza que estas fórmulas retóricas atesoran y plasman. Más allá de esto, El lápiz… no deja de ser una historia más sobre la guerra (in)civil española del 36. Una más, sí; pero con un tufillo ostensible a ficción de cuento. La tierra de las magas, los trasgos y los gnomos (Galicia. La duda ofende…), desde luego, no merecía menos. La Santa Compaña se deja ver por estas páginas (<<Creo en la Santa Compaña porque la vi. No por tipismo>>. Pág., 31). Alguna reminiscencia <<garciamarquiana>> hay. El pasaje del psiquiátrico (págs., 41-43) da buena cuenta de ello. El cuento de Gabo es el intitulado: Sólo vine a hablar por teléfono (uno de sus Doce cuentos peregrinos). Indáguelo quien lo desee. Algún topicazo sale al encuentro del lector; por ejemplo: <<A mí no me interesa la política, respondió Sousa como en un reflejo instintivo. Me interesa la persona>>. ¡Más falso que un duro de chocolate! Otro: <<Fue el comienzo de una gran amistad>> (pág., 43). Otro (el más sangrante de todos): <<Y cuando entró Marisa Mallo con la comida respondió a su saludo de buenos días con un gruñido y un gesto brusco que significaba deja ahí el cesto que voy a hacer la inspección. Y nada más levantar el paño vio aquel queso del país, envuelto en una hoja de berza. Ahí va la culata, le dijo el visor de la cabeza. Y al día siguiente ella volvió con el cesto y él vio el tambor del revólver dentro de un bizcocho, y dijo con un gesto todo bien, que pase el cesto. Al tercer día él ya sabía que dentro del pan iba el cañón. Y esperó con curiosidad la nueva entrega, la mañana en que llegó Marisa con unas ojeras que nunca le había visto, porque por fin la miró de frente, y se atrevió a desnudarla de arriba abajo, como si fuese queso, bizcocho y pan. Traigo unas truchas, dijo ella. Y él vio una bala en la panza de cada trucha, y dijo bien, ya se las pasaré, ahora vete>> (pág., 58).

     Los errores de puntuación no sé a quién atribuirlos…

     Y así, pian pianito, se van desgranando las cuentas del collar; caen, éstas, al suelo. Mellado, como boca de niño travieso, el collar luce deslucido. ¡Qué pena!                           

viernes, 12 de septiembre de 2025

489/ Corazón desideologizado

La única patria 

que tiene el hombre 

es su infancia

(Rainer Maria Rilke)


El niño-asunto-literario no es una originalidad. Véase, si no: Juan Ramón Jiménez (Diario de un poeta recién casado. Poema Soñando: <<–¡No, no!/ Y el niño llora y huye/ sin irse, un punto, por la senda>>); Miguel Delibes (El camino: <<Daniel, el mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal>>); Francisco Umbral (Mortal y rosa: <<Pero el niño está ahí, dorado de sí mismo, vivo, mirado desde los rincones por todos los gatos de la muerte, haciendo hablar a las cosas, gozoso de la locuacidad de los objetos y las esquinas, asomado al culo de la vida, viendo el revés de todo, encontrándole al mundo púas musicales, resortes de payaso>>); Fernando Sánchez Dragó (Esos días azules: <<Imagine el lector lo que para un matrimonio de buenas costumbres […] supone salir a la calle […] en compañía de un niño de ocho años con gesto de vivo dolor pintado en el semblante y los brazos convertidos en algo similar a las alas de un avión que planease sobre el Gólgota>>); y, desde hoy (para mí), Leopoldo de Luis. 

     Todos ellos perfilaron un niño modélico. Un niño acaso trasunto de todos ellos; pero un niño, al cabo, independiente (literariamente hablando). ¡Y qué niño el de Leopoldo de Luis! Yo no había topado nunca con este tipo de niño-asunto-literario. Tan empático él. Tan tierno. Tan humano y, a la vez, literaturizado por los cuatro costados (quiere decirse: poetizado). Una joya de la poesía española de posguerra este niño de Leopoldo de Luis, poeta de la Generación del 50, poeta (entre otros rótulos) social. Pero lo social, aquí, ni está ni se le espera si sabemos leer con el corazón desideologizado. Hay en el niño de Leopoldo de Luis un no sé qué de carne propia, de aliento propio, que al lector renta un malestar irreprimible por todos los niños del mundo que sufren en silencio. Una lacra, ésta, que debíamos erradicar cuanto antes de nuestra sufriente humanidad. No es permisible (no tendría que ser, siquiera, hacedero) que un solo niño sufra en el mundo. 

     Gabriel, tú estás, ya, fuera de peligro; tú, ya, cruzaste el Rubicón (te obligaron a cruzarlo). <<Pescaíto>> de nuestra memoria, serás por siempre niño-de todos, niño-no-asunto-literario sino real (de carne y de hueso arrebatados). ¡Juega! ¡Diviértete doquiera que estés!

     Vaya, aquí y ahora, el niño-asunto-literario de Leopoldo de Luis (arrancado, de cuajo, del libro Juego limpio. Taurus. Madrid, 1961. Pág., 56)…

     

     EL NIÑO


     Sé que en alguna parte llora un niño

     bajo la soledad de las estrellas,

     en medio de un desierto que transitan

     sombrías, sordas multitudes ciegas.


     Sé que un niño escondido está llorando.

     Su pequeño vagidos hasta mí llega

     sobre el fragor de carne y de metales

     que produce al girar la enorme rueda.


     Por encima del mundo, acaso al fondo

     del mundo, el diminuto dolor suena.

     Miles de pies lo aplastan diariamente

     en vano contra el centro de la tierra.


     Inútilmente lo sepultan manos

     en la amargura y en el odio tercas

     arrojándole gritos como sordas

     paletadas de arena.


     Busco a ese niño en todas partes, bajo

     todas las cosas, tras de cada puerta,

     y en cada rostro quiero descubrirlo

     como al mirar detrás de una careta.


     Miro a las gentes que se agitan, pasan 

     con su sombría soledad a cuestas,

     fabricando su muerte poco a poco

     sin saberlo siquiera.


     Pregunto a la desesperanza, busco

     entre la población de la tristeza,

     interrogo al silencio de los barrios

     del sueño, indago en las esclusas de la pena.


     Demando a los felices, a las blancas

     dentaduras de risa. A los que reinan

     en este reino. A los que otro, alto

     y eterno, alegremente esperan.


     Pero no escucha nadie

     mi voz, su llanto, acaso a nadie llegan.

     Como vaga memoria se repiten inútiles.

     Igual que vagos gestos en la niebla.


     Y sin embargo está en alguna parte.

     O en todas partes a la vez. La piedra

     abrupta, el rojo campo, el hondo

     horizonte, sus ecos doblan. Trémula


     la mano del otoño entre los árboles

     trae su gemir. Toda la primavera

     no basta. Todo el ciego estío

     es inútil. Su llanto es nieve que se acerca.


     Tengo que hallarte, pobre niño.

     Al fondo de los días tu honda queja

     duele y están tus lágrimas cayendo

     sobre cada palabra verdadera.


     ¿Es esto la esperanza, ir a buscarte

     por todos los caminos para impedir que mueras,

     recoger ese llanto como una dulce lluvia

     de salvación, como un bautismo sobre tanta amargura seca?   

lunes, 1 de septiembre de 2025

488/ De la re-lectura (II)

EL PROYECTIL CARGADO DE <<LO PORVENIR>>


Releyendo Una historia ridícula (Tusquets, 2022), de Luis Landero, me he percatado de algo único en la circunscripción territorial de la literatura: el trazo fino del perfil de los personajes, que el autor prodiga sin perjuicio de la 1ª persona del singular. Juzgo meritorio esto. Lo habitual es que el autor conceda errores al narrador protagonista, que no tiene porqué ser experto en la materia que se esté tratando: Psicología, Filosofía, Literatura… Aquí, en cambio, el narrador protagonista acierta con su bisturí verborreico cuando efectúa una profunda incisión en la carne de los otros personajes para verles las vísceras y su exacta disposición dentro del cuerpo. Nada perverso hay en ello; al contrario: se trata de un análisis concienzudo de la naturaleza humana; concienzudo y censurable: quien lo ejecuta es un perturbado… 

     Marcial, inquietante trabajador del sector cárnico, es carne de psiquiátrico: un neurótico obsesivo y paranoico. Una de sus paranoias consiste en creer que los demás se burlan de él, lo que en el fondo de su odre de pellejo fino y hueso carcomido por el odio le origina fuertes rachas de ira contenida (ventoleras de pasión) que sólo hallarán escape a través de una venganza despiadada el día menos pensado. Apostillaré algo: el propio Landero, al ser preguntado por este particular (o sea: la maldad impura, por ser bondad de inicio, de Marcial), ha afirmado que ésta tiene una justificación: las circunstancias que rodearon la infancia del trabajador cárnico. Fin de la apostilla. Él (Marcial) subraya la peligrosidad de su carácter desde los primeros compases de la novela; sin preverlo nadie (ni nada) puede llegar a cometer el peor acto <<humano>> que quepa imaginar. Pero, al cabo, todo sería producto de la capacidad especulativa del lector… En ningún momento se le proporciona a éste la certeza de que vaya a suceder algo así; pistas hay; eso es todo. El lector intuye primero; después, induce; finalmente, lo que indujo e intuyó, acaba sucediendo (o no. O sólo a medias) en la realidad de la irrealidad de la novela.

     En lo más arriba expuesto radica, me parece, el arte de Una historia ridícula. Recalcaré la idea por si no se ha entendido bien: en dejarle al lector, en la palma de la mano, el proyectil cargado de <<lo porvenir>>. ¿Sucederá esto o lo contrario? Y, trascendiendo ya la mera intriga (elemento manido del cualquier superventas. Este libro no es un superventas), otro proyectil cargado pugna por achicharrar la palma de la mano al pobrecito lector: ¿Esto que acaba de suceder es verdad o mentira? Y, ¿es esto, por tanto, una figuración del narrador-protagonista o la verdad pura y no menos dura descrita por un tercero concurrente en el lugar en que se producen los hechos? Y en esas, pian-pianito, camina todo el rato el lector de Una historia ridícula; novela sobresaliente. Pocos autores estarán capacitados para idear y confeccionar semejante artilugio literario.

     Una re-lectura, ésta, de lo más significativa. Yo no aguardaba tanta sustancia de alto voltaje al acometerla. Al lector, de primeras, puede explotarle en la mano el sofisticado artilugio (el proyectil cargado de <<lo porvenir>>). Es entonces cuando deberá plantearse la posibilidad, nada desdeñable, de la re-lectura. El precio a pagar por la repetición es pírrico.          

jueves, 21 de agosto de 2025

487/ De la re-lectura (I)

OJO AVIZOR DEL LECTOR


Releer es una sabia elección. Pero releer no tiene porqué ser una sana costumbre. Algo hay en la re-lectura que al lector priva del placer originario de la primera lectura. Ahí, la capacidad de sorpresa se habría extraviado irremisiblemente, y ya no habría posibilidad de regresar por sus fueros. La cosa dependerá, me parece, del tipo de texto que ambicionemos leer o releer. No es lo mismo releer o leer una novela (aquí, la segunda lectura poco nos va deparar, más allá de una o dos nimiedades que se nos escaparon con la primera) que un ensayo o que una tesis doctoral o que un prospecto medicamentoso. Tampoco es lo mismo releer con una diferencia temporal exigua entre la primera y la segunda lectura que hacerlo con otra cuantiosa (incluso, exorbitante), de esas que supuran olvido por sus abiertos y vulcanizados poros. Tampoco esto, como digo, es lo mismo.

     Releo Una historia ridícula (Tusquets, 2022), de Luis Landero, y no me parece algo malsano aunque sí una sabia <<elección>> de las pocas que hay hoy. Veo <<desfilar>> ante mí a Marcial (el protagonista) y, sin sorprenderme nada (¡pero nada de nada!), sí creo notar otro nivel de comprensión de la trama y del argumento y un más claro significado del argumentario de Marcial. No es baladí. Atiéndase, si no, al complicado entramado mental del trabajador del sector cárnico que poco o nada se diferencia con el de un narcisista neurasténico (o similar). No es, como digo (¡y digo bien!), baladí. Esta segunda lectura de Una historia ridícula se me antoja menos aventurera que intelectiva. Con ella indago más el entendimiento que la diversión; más su razón de ser (la de la historia, con su trama y su argumento, con su argumentario…) que la mía cuando leo. É, sencillamente, cosí

     También percibo, al releer, un ritmo de lectura inusitado. Más veloz éste, menos contemporizador; más directo al grano, menos dado al bucle. Y esto, para mí, no tiene precio de puja (ni de otro tipo). Pero ojo: esto, siempre y cuando el objetivo sea la comprensión y no el deleite de la lectura por sí misma (…porque sí) y sin expectativas de ninguna clase. Acaso sea la re-lectura una lectura libre (menos condicionada por la memoria y la capacidad de desambiguación del lector) o, al menos, menos sujeta al riesgo de la no continuidad. Quien abandona una empresa acaba siendo menos libre que quien determina, contra viento y marea, seguir adelante. No creo que sobre esto último haya discusión alguna.

     Releer Una historia ridícula, en todo caso, me está aportando una visión de plano más abierto (más libre) y con más píxeles (mejor calidad de la imagen) que la que me aportó la primera lectura. Pero, ¡y aquí viene la chafa!, el lenguaje extravía gran parte de su poder de seducción; se vuelve, de pronto, previsible y estigmatizado con aquellas marcas personales del autor (o del narrador) que ya creíamos olvidadas. No lo estaban. Existen en la memoria, provistas de una materialidad casi inasumible por el ojo avizor del lector. 

     Con todo, dejo a salvo la belleza del tono (ese pieza indiferenciada del engranaje de la literatura). El tono se me antoja crucial para interpretar rectamente un texto literario. El que utiliza Marcial al narrar sus peripecias y dar cuenta de sus teorías pseudo-filosóficas y pseudo-psicológicas sobre la condición humana lo juzgo un acierto proverbial la novela. Yo no sabría definirlo ahora y aquí; sí me atreveré a decir algo: Marcial, el protagonista absoluto de esta historia, habla desde la neurosis de un tipo culto y educado que en sí mismo encierra un monstruo a la vez fascinante e inquietante. Fabricar, como de hecho ha hecho Landero, ese tono no es tarea fácil. No, a juzgar por el número de páginas de la obra (doscientas ochenta y tres) y porque es un tono poco o nada patente en la vida media del lector medio. Cosa, ésta, a tener muy en cuenta.

     <<Yo no hablo en vano. Repito: yo no hablo en vano>>, declara Marcial en algún pasaje de Una historia ridícula. Y así, en efecto, acontece. Marcial nunca habla por hablar. Y eso, el tono (su tono) tiene que dibujarlo, tiene que afirmarlo Landero en la escena y sobre el papel. No, no es ésa (¡ni por asomo lo es!) tarea fácil.

     Me restaría hablar del nivel metafórico (si lo hay... Yo creo que lo hay) de Una historia ridícula. Pero, ¿saben qué? Lo dejaré para otra <<re-lectura>>…                  

lunes, 18 de agosto de 2025

486/ "La no-vida vivida"

<<Vivir así es muy poco vivir; pero, de otra parte, morir también así, sin haber vivido lo bastante alegremente para encontrar la muerte natural, es tan desalentador…>> (Camilo José Cela: Pabellón de reposo. RBA Editores, S.A. Barcelona, 1992. Pág., 111).

     <<Vivir así>>… Vale, pero, ¿qué es <<vivir así>>? <Vivir así>> es vivir postrado en una cama, o en un sillón, o en una silla; postrado uno en sí mismo. <<Vivir así>>: vivir sin vivir (pudiendo hacerlo; es decir: vivir), o tanto monta: <<La vida no vivida>> de Carl Jung. Pero don Camilo sin don no refiere sólo esta carencia de vida, no. Don Camilo José refiere más de una carencia en este sentido; por ejemplo: la <<no-vida vivida>> de quien, a causa de la tuberculosis, no vive más que postrado en una cama; o la de quien, estando sano como una pera, decide (a veces sin consciencia de ello) no vivir o vivir poco. Este es, con diferencia, el peor caso. No es el más dramático. Cierto; pero es, con el permiso de todos, el peor. Estar dotado para vivir y no hacerlo deviene, me parece, tristemente absurdo. 

     Yo no hablo del suicida. El suicida tendrá sus razones (todas legítimas, si cuerdo) para no querer vivir. Hablo del frustrado, del abúlico. Hablo del melancólico; ese que no sabe (porque sí puede; o eso quiero creer yo) vivir sacudiéndose de encima la pena por razones heterogéneas… <<Sólo el melancólico permaneció en su lecho, porque era inútil sacarlo al aire puro si sus ojos sólo veían sus propias pesadillas y sus oídos estaban sordos al tumulto de los pájaros>> (Isabel Allende: De amor y de sombra).

     A la frustración del <<vivir así>> se suma el desaliento del <<morir también así>>. ¿Cabe un panorama más desolador? Millones de criaturas, no sólo cr(e)aturas, en el mundo viven (si se puede llamar así…) así. Nadie hace nada por corregir ese renglón del texto del día a día. Cada quisque está a lo suyo. Y, ¿qué es lo suyo? Pues un consumo por aquí, un consumo por allá, un consumo por acullá… Vacación, coche, casa. Pareja, placer, disgusto (la mayoría de veces, ñoño). Amistad, deslealtad, consuelo último en el perdón (¡la soledad aprieta!) y… ¡Suma y sigue! Pero el melancólico persiste en su lecho, rumiando (extraviado en su, con ere, <<cerebración>>). Y no: nadie hace nada por corregir ese párrafo del texto de la vida. Si te ha tocado en suerte vivir la vida no vivida te has de aguantar. <<Que cada perrito se lama su capullito>>.

     Seguramente Cela pensaría que poder y no querer es cosa de ineptos. El alma mustia invalida el pensar, el sentir, el actuar; lo invalida todo. El espíritu es subsumido por la tristeza. El cuerpo no responde como debería… Pero los otros, los felices otros, están a lo suyo. Es lo que les sucede a los internos de Pabellón de reposo. Les salva la colectividad, la identidad de grupo, ese grupo que se crea a expensas del gran grupo que conforma toda la humanidad (los felices y los infelices, los sanos y los enfermos, los honestos y los trápalas). Un subgrupo aquél, por así decir, de la masa humana sufridora. Solo que aquél subgrupo tiene mácula: la enfermedad tuberculosis. Para quien no lo sepa: no está erradicada; como no lo está la melancolía… Ay.


     COLOFÓN 


     <<La vida la hemos olvidado. Para nosotros no existen ya más horizontes que los que hemos preferido elegir, lo cual viene a ser una ventaja, sin duda alguna. El mundo empieza y acaba a cuatro metros de nosotros mismos, alrededor de nuestra cama, y las gentes que gozan de los placeres de la existencia, los hombres y las mujeres que ríen y bailan desaforadamente, que se aman y se besan sin tiento y sin medida, no son nuestros hermanos>> (op.cit. Pág., 137).