martes, 11 de noviembre de 2025

495/ Con base en el retruécano

Algo hay en la literatura de Aira que desconcierta y fascina a la vez. Yo lo he comprobado muchas veces; hasta hoy no me había cerciorado al cien por cien de ello. Es infalible. Es inefable. Yo no sé cómo analizarlo sin caer en la incoherencia. Uno lee (uno empieza a leer) un texto de Aira, el que sea, y al tiempo que despotrica contra el autor goza la lectura y ahí ya no puede dejar de leer. ¡Asombroso! Porque Aira encabrita. Pero de igual forma impide que el lector se duerma en los laureles de la superficialidad y la nimiedad literarias (espoleando su pensamiento; llevando al límite su imaginación) tan presentes en esta época en que nos ha tocado leer. Uno lee (uno empieza a leer) a Aira y piensa: <<Cierro el libro, y a otra cosa>>. Pero, en esas, uno ya sabe que cerrará el libro para volverlo a abrir más adelante y no, en modo alguno, para no volverlo a abrir nunca más. 

     Recientemente me ha ocurrido lo arriba referido con Varamo (Anagrama, 2002). No sé cuántas veces me he enfrentado a la novela (me niego a decir: la <<novelita>>. Los artefactos, los <<juguetes para adultos>>, de César Aira son tan lúdicos y exponentes de una profundidad tan insondable que juzgo poco menos que sacrílego aplicarles un diminutivo como santo o seña de identidad. ¿Desde cuándo la identidad pasa por la cantidad?); quizá tres, cuatro veces, vayan ya.

     Lo cierto es que he vuelto a descifrar Varamo y, de nuevo, ha emergido en mí el enojo original y la subsiguiente fascinación. No se trata (hay que apuntarlo) de enojo derivado de la estética. No. Se trata, más bien, de enojo derivado del intelecto: qué está queriéndome decir Aira en este o en aquel pasaje de más allá… La fascinación <<no requiere mayor elucidación>> (Borges dixit. Y perdón por la rima): el lenguaje, aparentemente convencional, no lo es tanto; más lenguaje pluri-significativo es, el cual conduce a niveles de pensamiento a la vez juguetón y científico alejados (esos niveles) de lo que uno puede llegar a suponer a priori. Un a priori muy a priori. Porque uno, leyendo a Aira sucesivas veces, saca punta al intelecto; intelecto, de ordinario, dormido en los laureles del Realismo.

     César Aira ha escrito: <<Su posición era peculiar, y especialmente incómoda. Como cualquier otro improvisador, podía hacer cualquier cosa, realmente cualquiera, pero a diferencia de cualquier otro él había tenido un punto de partida, bajo la forma de una intención secreta (…) Su intención no era improvisar: al revés, improvisar era lo que debía hacer para realizar su intención. Aún así, también tenía que tener la intención de improvisar, porque todo lo que se hace, aún lo accesorio, se hace con una intención. Pero el secreto de su intención anterior contaminaba necesariamente ésta, y entonces debía ocultar que improvisaba, cosa que, dada la falta de tiempo, equivalía a improvisar que ocultaba>> (op.cit., págs., 59-60).

     Si lo arriba copiado no es un retruécano o una paradoja (o como quiera llamársele) en toda regla, pero fascinante…, que venga Buda y lo vea. 

     Y así, paciente lector, la obra toda de Aira.

lunes, 3 de noviembre de 2025

494/ ¿Transgresión u observancia?

Yo sigo, erre que erre, con el escabroso tema del incesto. Cae, ahora, en mis manos Bélver Yin (Jesús Ferrero, 1981; BIBLIOTEX, S. L., 2001). La primera vez que topé este tema en una obra de ficción fue el año 2016. El libro que me lo arrojó en la faz fue Los confines (Andrés Trapiello). Luego, vino el de Cela: Mrs. Caldwell habla con su hijo, 2025. Tres novelas, pues, que desarrollan (cada una a su modo) el mentado escabroso tema. Antes he dicho: <<Cae, ahora, en mis manos Bélver Yin>>. No. La novela de Jesús Ferrero aguardaba pacientemente en una balda de mi librería a que yo, por fin, la redescubriese (si por <<descubrir>>, pero no <<redescubrir>>, entendemos lo que sigue: hacerse uno con el libro de que se trate y poco más; o sí...: leerlo. Lo primero, hay que decirlo, ocurrió yo no sé cómo ni dónde ni cuándo).

     La prosa de Jesús Ferrero se me antoja ágil. Una escritura dinámica, comprimida (dice mucho con pocas palabras), la sostiene omnímodamente. ¿A qué emplear cientos de páginas para airear una idea que, fácilmente, pede ser expresada en unas pocas líneas? (algo así dejó escrito Borges; y tenía razón). Hay cada barroco por ahí suelto (¿verdad?, Juanito Manuel)…

     Quizá de los tres casos de incesto ficticio más arriba mentados el menos venéreo sea el ventilado en Bélver Yin. Conlleva, este, incertidumbre; el lector nunca sabe, a ciencia cierta, si se produce o no la <<Caída Final>>. 

     Botón de muestra:

     <<–Ven– dijo ella atrayéndolo hacia sí–, hoy te dejaré dormir a mi lado, pero sólo si me prometes que no iremos más lejos de lo que las leyes prescriben en nuestro caso.

     –Seré cándido– dijo él–; seré, si así lo quieres, desdeñoso con tu piel y me acostaré contigo como si me acostase solo. No te oiré, no te veré: seré un témpano. 

     –Tan exageradamente frío no te quiero– susurró Nitya, asiéndose a su hermano con prudencia.

     Estaba anocheciendo, pero ellos no tenían por costumbre encender los candelabros, simplemente dejaban que la noche entrase en su alcoba y los acompañase hasta el alba con toda su oscuridad>> (op. cit., pág., 80).

     Qué pasaría o dejaría de pasar en esa alcoba es, finalmente, algo que el lector tendrá que conjeturar. Hay una petición promisoria. Hay la ejecución de esa petición promisoria. ¿Alguien cree, a pies juntillas, en lo que (literalmente) se dice?

     En otro pasaje de la novela la incertidumbre adquiere forma de certidumbre:

     <<Saberse deseada por un eunuco que la tomaba por un hombre le producía náuseas, mas esa repulsión se confundía a veces con el deseo de poseer enteramente a su hermano. A ratos lo imaginaba bajo su cuerpo, pronunciando su nombre con delectación. ¿Qué le estaba pasando y por qué la escena del jardín había provocado en ella apetencias tan dudosas?>> (op.cit., pág., 142).

     Quizá la clave esté en el adverbio (<<realmente>>).

     Y así, pian pianito, el lector llega, por fin, a ser testigo (¡pero no explicito!) de la <<Caída Final>>. Esto sucede (valga la repetición) al final de la novela; concretamente: en el capítulo veintiuno (al final de este, en el último párrafo). Ahí, se lee:

     <<Se nombraban desde el origen y en ese instante carnal se fundían para siempre sus vidas y sus muertes, su luz y su oscuridad, su eterno retornar al corazón de lo idéntico y al primer alborear de sus puras diferencias: Bélver Yin, Nitya Yang>>.

     En el párrafo arriba copiado, por más decir, queda descrito el carácter simbólico de la novela. Yo no entraré en ese jardín de rosas con espinas como garfios…

     Yo no sé si los temas literarios responden a deseos inhibidos del autor. Yo sí sé que resulta del todo irremediable que lo más transgresor y oscuro del ser humano emerja a modo de potencia imparable a la conciencia de aquel. Deviene sano y recomendable que así suceda. De lo contrario, la sustancia oscura y transgresora se enquistaría en el fuero interno del autor, pudiéndole provocar (no es descabellado pensarlo…) la muerte por abultamiento. Una implosión terrible. No conviene subvalorar el inconsciente. Él es nuestra Otra Parte (malicio que Coelho no estaría muy de acuerdo con esta apreciación; pero en fin. Risas); una Otra Parte, eso sí, insidiosa y mezquina; tanto que, a veces, vuelve majara al más cuerdo.             

lunes, 20 de octubre de 2025

493/ Don Camilo José (sin don) Cela Trulock

Cela adolecía de personalidad con rasgos psicopáticos. Es sabido. Es sabido, de igual modo, que a lo largo y ancho de su obra literaria dio cabida a escenas o ideas con resonancias pedófilas. Cela no juzgaba estas ideas o escenas desde un prisma ético. Al contrario: las presentaba desde el plano de la lucidez; es decir: como una muestra de lo enferma que está la sociedad y de cómo él tiene los arrestos suficientes para denunciarlo. Nunca escribió (nunca dijo) Cela ni una sola palabra a que poder agarrarse el observador externo (el escuchante. ¡El lector, vaya!) para adjudicarle el sambenito de esto o de aquello de más allá. Pregunto: ¿Basta, lo hasta aquí apuntado, para exonerar a Cela? Accedemos, así, a lo que algunos denominan: <<Los límites de la ficción>>. ¿Debe tenerlos (esos límites) un cuento, una novela, una obra de teatro, un poema? Yo digo que no.

     Y digo más: hora va siendo de separar el autor de su obra, la persona del personaje, el rostro de pellejo y hueso de la máscara de fieltro y gomaespuma. Vale: esto resulta válido para cualquier escritor menos para Cela. ¡Oh! Y eso, ¿por qué? Porque don Camilo José (sin don) Cela Trulock se desvivió en los platós de televisión y en una que otra tribuna de opinión (perdón por las sucesivas rimas) por dar carta de naturaleza a la idea que en el caletre de algunos lectores (el mío, por ejemplo) queda, y que reza: <<Don Camilo José (sin don) Cela Trulock se fusionaba con sus narradores (no con todos) y también con sus personajes (no sé si con todos)>>. En esa supuesta fusión radicaría el mal de Cela.

     Cela daba cancha (mucha, muchísima, todo el rato) al narcisismo y, de vez en cuando, a la pedofilia en el plano de la ficción. Esto que digo lo he sostenido, creo, en otro post a colación de Viaje a la Alcarria. Ha llegado el momento de ejemplificar otro hito psicopático de Cela (el incesto. Sí, lector paciente, has leído bien: ¡El incesto!) con algún pasaje de la obra (extraordinaria donde las haya. Refiero, aquí, la obra literaria vista en conjunto) del gallego tóxico; más concretamente: de Mrs. Caldwell habla con su hijo (RBA Editores, S.A., Barcelona, 1994). 

     Y, pues…

     Pasaje uno: <<En nuestra vieja Inglaterra, las madres no tienen una manera determinada y prevista de amar a sus hijos varones. En esto, como en otras muchas cosas, existe una gran libertad>> (op.cit., pág., 57).

     Pasaje dos: <<En los tiempos de la navegación a vela, la mar semejaba una alcoba en la que, ¡qué pena haber nacido a destiempo!, tú y yo nos hubiéramos encontrado>> (op.cit., pág., 65).

    Pasaje tres: <<Quisiera ser sucio pulpo del abismo, hijo mío, para poder abrazarte, para poder decirte al oído: ahora ya no te podrás escapar jamás (…).

     <<Y también quisiera, ¡qué vana pretensión!, ser sirena del acantilado, hijo mío, para poder recitarte a Homero o, al menos, para poder gustarte un poco>> (op.cit., pág., 67).

     Pasaje cuatro: <<Sobre las arenas del desierto, Eliacim, te hubiera amado con descoco, con valentía, como no me atreví a amarte en nuestra ciudad, más por miedo, tenlo por seguro, a las paredes que nos cobijaban y al aire que respirábamos, que a las gentes que pudieran mirarnos e incluso fotografiarnos para nuestro vilipendio y orgullo>> (op.cit., pág., 122).

     Pasaje cinco: <<Si pudiésemos conseguir, Eliacim, que los pájaros, cuando tu corazón fuera a echarse a volar como un pájaro, se nutriesen de tu propio corazón, cortándole las alas a picotazos y triturándolo como a una tierna fruta, podríamos sentirnos, hijo mío, más firmes y duraderos, más pétreos e inconmovibles en nuestras propias y débiles convicciones>> (op. cit., págs., 132-133).

     Pasaje seis: <<(…) los más tierno e inaprensibles objetos (…) [:] una campesina malaya (…), un mendigo cansado de caminar, un cisne>> (op.cit., pág., 138).

    De todo lo anterior se colige: que Cela hallaba un gusto especial, literario (repito: literario; no sé si, también, personal), por la maldad (así, a secas); que el niño y el adolescente, para él, poseía un poder de atracción erótico-literaria (repito: erótico-literaria) no exento de ser expuesto literalmente con yo no sé qué intención estética o de otra índole; que la empatía, quizá (repito: quizá), le era del todo ajena…

     Un libro, Mrs. Caldwell habla con su hijo, de bajo vuelo, como lo fuera Viaje a la Alcarria, quizá los dos peores del autor. Dos bazofias literarias, dos libelos realmente malos, especialmente el primero. Yo me agencio la opinión, respecto a este libro, de Juan Luis Alborg: <<Mrs. Caldwell… no es una novela ni es nada, más allá de un galimatías incomprensible>>. La cita (cito de memoria) no es literal.

     Al mejor escribano, sí, se le escapan muchos (repito: muchos) borrones. Ay.

jueves, 9 de octubre de 2025

492/ Presagios y cegueras

A Agostina Lute, 

ser de luz.


Borges dejó escrito cinco presagios en el libro El tamaño de mi esperanza (1926). Lorca hizo lo propio, pero dejando uno sólo (¡y qué uno, ay!), en el libro Poeta en Nueva York (1930). El de Lorca se encastilla en una de las mejores composiciones de la obra mentada, y es:


     FÁBULA Y RUEDA DE LOS TRES AMIGOS


     Cuando se hundieron las formas puras
     bajo el cri cri de las margaritas,
     comprendí que me habían asesinado.
     Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias,
     abrieron los toneles y los armarios,
     destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro.
     Ya no me encontraron.
     ¿No me encontraron?
     No. No me encontraron.
     Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba,
     y que el mar recordó ¡de pronto!
     los nombres de todos sus ahogados.


     ¿No lo encontraron? No, no lo encontraron. Y no, en el Barranco de Víznar no está, ¡no está! Ay.

     Los cinco presagios de Borges son:

     Uno. <<Quiero elogiar enteramente también su prosopopeya al organito, composición que Oyuela considera su mejor página, y que yo juzgo hecha de perfección. [Borges, a continuación, copia unos versos del poema Has vuelto, de Evaristo Carriego]: 


     El ciego te espera

     las más de las noches sentado

     a la puerta. Calla y escucha. Borrosas memorias de cosas lejanas

     evoca en silencio, de cosas

     de cuando sus ojos tenían mañanas,

     de cuando era joven la novia ¡quién sabe!


     [Continúa Borges:] El alma de la estrofa trascrita no está en el renglón final; está en el penúltimo, y sospecho que Carriego la ubicó allí para no ser enfático. En otra composición anterior intitulada El alma del suburbio ya había esquiciado el mismo sujeto, y es hermoso comparar su traza primeriza (cuadro realista hecho de observaciones minúsculas) con la definitiva, grave y enternecida fiesta donde convoca los símbolos predilectos de su arte: la costurerita que dio aquel mal paso, la luna, el ciego>> (op. cit., pág., 23).

     ¡El ciego te espera! Y, en efecto, lo esperaba…

     Dos. <<Un puñadito de gramatiquerías claro está que no basta para engendrar vocablos que alcancen vida de inmortalidad en las mentes. Lo que persigo es despertarle a cada escritor la conciencia de que el idioma apenas si está bosquejado y de que es gloria y deber suyo (nuestro y de todos) el multiplicarlo y variarlo. Toda consciente generación literaria lo ha comprendido así>> (op.cit., pág., 25).

     El vocablo <<borgiano>> enriqueció el diccionario. Más nada que añadir.  

     Tres. <<(…) la sumisa rectitud de un bastón ofreciéndose a nuestros dedos>> (op.cit., pág., 28).

     Pensar, hoy, en la figura de Borges desprovista de un bastón no es hacedero…

     Cuatro. <<El adagio “Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena” ha sido aligerado en “Más sabe el ciego en su casa que el tuerto en la ajena”>> (op.cit., pág., 47).

     Sobran, de nuevo, comentarios.

     Y cinco: <<Y usté Adelina, con esa gracia tutelar que es bien suya, déme el chambergo y el bastón, que me voy>> (op.cit., pág., 52).

     Siguen sobrando, una vez más, comentarios.

     También dejó, ahí, Borges un azar (citando a Oliverio Girondo. Op.cit., pág., 57): <<El cantaor tartamudea una copla que lo desinfla nueve kilos>>. 

     La primera figura de las letras universales tartamudeaba o, como decía él mismo, <<tartajeaba>>.

     Y, como no podía ser de otro modo (tratándose de quien se trata), por el final del libro nos asalta a mano armada la palabra: <<Profecía>>. Lo hace en referencia a la <<epopeya del compadraje>> que podría ser escrita en las décimas que inventó el andaluz Vicente Espinel; sea como sea, ahí queda, reina absoluta del baile, la palabra… ¡profecía!

     Y para rizar el rizo, solo una cosa más: no fue capaz Borges de vislumbrar, de prever, lo que estaba por venir en el ámbito de Buenos Aires: <<Pero Buenos Aires, pese a los dos millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble>> (op.cit., pág., 86).

     Él sería el símbolo.

     Y más adelante: <<La provincia sí está poblada: allí están Santos Vega y el gaucho Cruz y Martín Fierro, posibilidades de dioses. La ciudad sigue a la espera de una poetización>> (op.cit., págs., 86-87). 

     La poetización había corrido a su cargo, el año 1923, con <<Fervor de Buenos Aires>>.

     Pero sí lo fue (capaz de prever, de vislumbrar…) en lo relativo a la literatura:

     <<Este es mi postulado: toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él>> (op.cit., pág., 88).

     Hasta aquí los presagios, el azar y la no previsión de Borges.  

     

     Addenda: Quizá la teoría que reza: <<El escritor deja en su obra un vislumbre de lo que será su vida mañana>> no devenga, en absoluto, descabellada. Quizá el escritor cincele su porvenir como nadie; es decir: a la medida de su imaginería. Quizá (…¿y ojalá?).

miércoles, 1 de octubre de 2025

491/ La correspondencia

La Natura es un templo donde vivos pilares

dejan salir a veces sus confusas palabras...

(Charles Baudelaire: <<Correspondencias>>)


Existe un poema de Octavio Paz con resonancias borgianas en forma y en fondo. En forma: viento, agua y piedra interactúan entre sí, quiéralo o no la tríada (está, a ello, obligada). En fondo: esto lo constata un verso (el decimotercero: <<Uno es otro y es ninguno>>). Borges reveló esta idea recurriendo al término <<hombre>> (<<Un hombre es todos los hombres>>). No parece lo mismo que estableció Paz en el poema aludido (y, de momento, eludido; por poco); sí, algo similar. De ahí (huelga aclararlo) lo de <<resonancias borgianas>>.

     El poema de Paz:


     VIENTO, AGUA, PIEDRA


     El agua horada la piedra

     el viento dispersa el agua,

     la piedra detiene el viento.

     Agua, viento, piedra.


     El viento esculpe la piedra,

     La piedra es copa del agua,

     El agua escapa y es viento.

     Piedra, viento, agua.


     El viento en sus giros canta,

     el agua al andar murmura,

     la piedra inmóvil se calla.

     Viento agua, piedra.


     Uno es otro y es ninguno:

     entre sus nombres vacíos

     pasan y se desvanecen

     agua, piedra, viento.


     Yo quiero poner el foco en el verbo (en los verbos). El agua horada, escapa, anda y murmura. El viento dispersa, esculpe, gira y canta. La piedra detiene el viento, se convierte en copa del agua y, al cabo, calla. Un hilo conductor existe entre las acciones que emprenden los tres elementos. Y es: el punto de fricción habido entre ellos. Se tocan, invariablemente. Se rozan. Se… 

     Es, lector paciente, ¡la correspondencia!