martes, 10 de junio de 2025

479/ Una rareza trágica

El dicho, en reversa, es: <<Lo breve, si bueno, dos veces breve>>. 

     Esa, y no otra, ha sido la jugarreta. 

     El micro-estudio sobre la historia de la novela de aventuras que pergeñó Manuel Rodríguez Rivero, encastillado a modo de introducción en la obra La hija del capitán (Alexandr S. Pushkin. Ediciones Generales Anaya. Madrid, 1983), deviene tan bueno que a su vez deviene perjudicial su brevedad (¡esto a carta cabal! Perdón por la rima triple) para el letraherido. Dos veces breve sería, así, el micro-estudio mentado. Y qué gozada auténtica, de toda autenticidad, leerlo. Y qué pedagogía literaturizada con tintes academicistas, sí, pero solidaria con el lego en la materia; no es lo ordinario. 

     Estos son los hitos fundamentales del micro-estudio de Rodríguez Rivero:

     Uno: La esencia del relato de aventuras. 

     Dos: Características de la narración de aventuras.

     Tres: Presentación y punto de vista. 

     Cuatro: Una necesaria limitación. 

     Cinco: El mundo griego: épica y aventura. 

     Seis: La Edad Media: a la búsqueda de la aventura. 

     Siete: El ciclo bretón. 

     Etcétera.

     Yo no fui lector de <<Aventuras>>. Yo escuché (yo leí) infinidad de diatribas contra la novelística juvenil; tachada, ésta, de sub-literatura. Incluso algún Premio Nobel acogió ese tipo de paparrucha… Me agencié, mal que me pese, opiniones varias en dicha línea auto-destructiva. Hoy, reniego de todas ellas. Yo vindico la novela de aventuras (ejemplo, al aire, de esa supuesta sub-literatura. Otra rima… Mis excusas) como vehículo no sólo de evasión sino, también, de diversión y (lo más subrayable) de conocimiento histórico. Es el caso de La hija del capitán, de Pushkin, escritor ruso y no sólo un ruso que sabia unir palabras… Vaya: el mejor escritor ruso de todos los tiempos (según algunos gurús de las letras universales).  

     La novela transcurre en la época del reinado de Catalina II (1762-1796); es decir: en plena expansión del Imperio Ruso. Hay, en ella, algo de comedia de enredo; sabiendo, como sabe el lector <<desatento>>, que el quid de la cuestión es trágico. Algunos personajes (la mayoría) son planos. Esto, me parece, no resta interés a la obra. Los procesos psicológicos a que se ven abocados todos y cada uno de ellos están estructurados en fases. No hay concesiones al tiempo: las anécdotas suceden con prontitud.

     Un hecho singular se produce: el narrador protagonista narra, en un pasaje anecdótico, un duelo a espada entre él y su antagonista. La anécdota ficticia se convertiría en categoría real cuando Pushkin fuera muerto en un duelo con arma de fuego a la temprana edad de treinta y ocho y a raíz de una supuesta deslealtad cometida por su esposa. Ficción y realidad quedarían, aquí, enlazadas. A veces, la ficción no es sino agorera, o simplemente una mala pécora (dicho sea con todo el apego o inclinación imaginable).      

martes, 3 de junio de 2025

478/ El Otro, Yo

Había olvidado cómo escribía Benedetti. Craso error. Digo: porque es difícil, hoy, toparse con una pluma al par tan sensible y comprometida como la de Mario; sensible pero revolucionaria (ay); comprometida pero amorosa (¡ufa!). El compromiso no suele ir acompañado de dócil ternura ni, menos aún, anhelo de moderación. El caso de Benedetti es diferente. Duro él, en su análisis de la personalidad humana (con todo lo que ello conlleva: biología, aprendizaje, susceptibilidad al influjo externo y ajeno…); flojo, por empático exacerbado, a la hora de escuchar activamente al prójimo. Hablo de Benedetti; podría hablar de los personajes protagonistas de las novelas de Benedetti. Habría, ahí, una fusión.

     Mario escribió: <<(…) tipos como yo mismo, desacomodado en mi apellido porque reniego de toda la inmundicia que hoy lleva implícito el nombre Budiño; desacomodado en mi clase porque mi bienestar económico me duele como una culpa, como una mala  conciencia (…) desacomodado en mis creencias, sobre todo políticas, porque extraigo mis recursos de un sistema de vida totalmente opuesto al que prefiero; desacomodado en mis relaciones, porque quienes participan de mi nivel social me consideran poco menos que un bellaco, y quienes participan de mis creencias políticas me consideran poros menos que un tránsfuga; desacomodado en mis sentimientos, en mi vida sexual, porque he conocido la plenitud y desde entonces soy consciente de que lo demás es un pobre sucedáneo; desacomodado en mi profesión, porque el malón de turistas y candidatos a tales, me apabulla con su grosería, con sus contrabandos, con su guaranguería esencial, con su gloriosa estafita, con su obsesión de rebaja, con su alma de picnic; desacomodado frente a mi memoria, porque las buenas cosas que anunció mi infancia, las protecciones, las esperanzas, las osadías, se han quedado todas en el camino, y el recordar se me vuelve así un mero registro de frustraciones>> (Gracias por el fuego. RBA Editores. Barcelona, 1993. Págs., 169-170).

     Antes (refiriéndome a la simbiosis entre autor y personaje) he dicho: <<Habría, ahí, una fusión>>. Ahora, en cambio, digo: Hay, aquí, una escisión; escisión entre el compromiso social y político de Mario y la falta del mismo que atesora Ramón Budiño (protagonista de la novela mentada). Pero regresaré a lo anterior: mucha consonancia hay, me parece, entre Budiño y Benedetti; quizá no tanto en lo relativo al compromiso social; pero sí en lo concerniente a la sensibilidad personal y a esa bondad de fondo que tanto rubricaba cada palabra y cada gesto del de Paso de los Toros (Uruguay). Muy por encima, esto último, de lo primero.

     Las palabras de Budiño son las de un suicida. Tema éste, el suicidio, abordado por Benedetti en Gracias por el fuego; marginalmente abordado. O, a lo mejor, no tanto. Porque tal es el destino definitivo del personaje Ramón Budiño. A veces, el colofón de una vida fotografía esa misma vida en todo su despliegue de apogeo, jolgorio y caída. El suicida tiene razones que el vitalista no entiende. Esto, es claro, suponiendo que un suicida tenga vetada la magnánima posibilidad de ser vitalista (no está probado).

     Había olvidado cómo escribía Mario Benedetti. Ahora ya lo recuerdo. Ahora, mal que bien, repasaré ex professo el libro de estilo <<benedettiano>> para que la desmemoria no vuelva a aniquilar las cátedras del maestro.

viernes, 23 de mayo de 2025

477/ Sempiterna reminiscencia

Hoy, no por casualidad sino por continuidad (releo Idilios, de JRJ, poemario en que las composiciones se suceden unas a otras respetando un inamovible orden; por qué será), me he topado con estos versos:


     No te he tenido más en mí,

     que el río tiene al árbol de la orilla;

     yo, pasando, me estaba siempre en tu alma;

     tú, estando en mi alma siempre, nunca te venías…

     Bastaba un cielo vago, un pobre viento,

     para que desaparecieras de mi vida.


     Mejor diré: he vuelto a toparme con… <<La Chica de la Perla>>. Con sus ojos marinos. Con su cabello de sol. Con su piel de luna. Con su olor a hembra joven… Pero no iré por ahí… Quiero, más deseo, dejar constancia ahora y aquí del valor de anclaje (psíquico) que posee la poesía; sobre todo, la de carácter erótico y amoroso. Bastan dos versos, ¡sólo dos versos!, para que en nuestra mente (¡en la mía!) se desate toda una cascada de recuerdos. Recuerdos que no tienen porqué sustentarse en lo erótico (en lo amoroso) sino que, por el contrario, cabrían en lo superficial o epidérmico. Quiere decirse: el lector (un servidor de casi nadie. ¡Yo!) se ve a sí mismo leyendo los versos que acaba de leer ahora, veinte años atrás. Ve, además, el espacio copado por la tarea de leerlos. Y la luz blanquecina de la tarde tornasolada en que los leyó. Y el presentir de los pájaros que, más allá de la ventana de su cuarto, gritan desesperados por la venida de la primavera… Sí, el lector (¡yo!; un servidor, ya, de nadie) los leyó en primavera… Y todo ello, como digo, tras toparse con los dos primeros versos: <<No te he tenido más en mí,/ que el río tiene al árbol de la orilla>>.

     <<La chica de la perla>> no tuvo al lector (¡a mí!) más en sí que <<el río tiene al árbol de la orilla>>. Esto es un hecho. Pero el lector (¡yo!) tampoco la tuvo a ella, es más: el <<viento pobre>> de la incomprensión y el <<cielo vago>> de la depresión anímica impidieron que la fusión de almas se produjera. Esto es, por malaventura, otro hecho. Mejor no meneallo.

     Siempre <<La chica de la perla>> estará, sin embargo, en el espíritu memorístico del lector (¡en el mío!). Y esto, otro hecho incontrovertible, basta para singlar el mar del amor frustrado leyendo a JRJ como si no hubiese un mañana. Se llama (lo dije antes) <<anclaje psíquico>> de la poesía. Y debemos aprender, todos, a convivir con ello. No es, ¡voto a bríos (ay)!, fácil. 

martes, 6 de mayo de 2025

476/ Papel de empaque

Oscar Wilde parió una obra maestra de la literatura universal: El retrato de Dorian Gray. Y lo hizo (parirla) en sintonía con el <<Aburrimiento>>. Sí, he dicho: <<Aburrimiento>> (así, en mayúscula). Un poco lo que sostuve a colación de las Marinas de ensueño, de Juan Ramón Jiménez, en el post que precede a este (nº 274). Ahora, afinando más la idea, diré: ¡<<divino>> aburrimiento (así, en minúscula)! La <<belleza>> acaba imponiéndose al tedio. Ella lo abraza. Yo esto lo juzgo proverbial. Fabricar una pieza bella y tediosa a la vez está al alcance de muy pocos. Legión son, por el contrario, quienes idean piezas amenas pero feas. Suelen, éstos, nadar en oro (un oro, el literario, cuyos quilates desdoran las épocas…). Wilde, menos hombre de su tiempo que socarrón, supo muy bien lo que se hacía: acudir al barroquismo (quizá al Manierismo) para dar empaque a una obra que, de otra manera, habría pasado desapercibida… Un fiasco. Un bodrio. Una confitura verbal…; pero no. El autor supo (más mamó) del efecto colateral de la belleza en una historia, per se, insulsa: la de un joven aristocrático que da rienda suelta a su vanidad (a su narcisismo) hasta el extremo de cruzar la linea roja de la legalidad penal (se convierte en autor de un crimen) y espiritual (firma, por decirlo así, un pacto con el Diablo). Un narciso envalentonado, tal vez, por mediación del mismísimo Belcebú (o su adlátere: Lord Henry); también, inhibido por un ángel poco o nada secundado por los otros en sus ideas y actos (el autor del retrato maldito: Basilio Hallward). El típico tópico juego de contrarios. 

     Oscar Wilde, insigne escritor, configuró una historia insulsa (se ha apuntado) envuelta en papel de empaque cuyos brillos y textura invitan a no desgarrarlo con la finalidad de ver lo que éste envuelve: el regalo tremendo. Y el regalo tremendo, a mi juicio, es la siguiente liza: Hedonismo vs. Estoicismo. O, tanto monta: Placer vs. Moral al uso. El regalo tremendo queda oculto por un envoltorio verborreico tan bello como insustancial. Ése, y no otro, ha sido el mayor escollo con que ha topado este lector que no sirve a (casi) nadie y cuyo espíritu barroco aspira al minimalismo conceptual (sé que parece contradictorio. Pero tal como decía el sabio del barrio de Salamanca, para el mundo de la literatura, Dragó: <<Me arrogo el sacrosanto derecho a contradecirme>>; o algo así). Un caos. Un contrasentido. Un disparate. Y luego está, diseminado por toda la novela, ese clasismo insufrible para el lector actual. Un clasismo fundamentado en la sensibilidad (¡tócate las gónadas!), en la erudición, en la herencia. Bien mirado, hoy sigue aconteciendo así, lo que no es óbice para denostarlo con ferocidad. Pero… <<¡Literatura es forma!>>. Correcto. Aunque a veces la forma de que se trate drene más que conquiste la sensibilidad y el espíritu del <<pobrecito lector>>. Y entonces ahí, llegado el fatídico caso, es cuando éste (el lector. Quién si no…) deflagra. ¡Cuando, sin poderlo prever, el lector desiste de todo lo aprendido/sentido/pensado montando en cólera y maldiciendo a cualquier bicho viviente (e inerte) y todo porque se lo llevan sin un alarde de fuerza los mismísimos diablos!…

     El narrador (¿Oscar Wilde?) de El retrato… es un aburrido, soporífero, cargante y molestoso espécimen; aparte, es claro, de genial. Pero subrayar esto último, archisabido por todos, no es sino una vulgaridad… 

     

     (Risas).                       

lunes, 28 de abril de 2025

475/ Solitario solidario

<<Muerte>> y <<belleza>>, en pleno Romanticismo, iban de la mano. El Modernismo aunó ambos términos (ambas realidades). Un ejemplo claro de esto puede verse en los poemas de Juan Ramón dedicados a su sobrina María Pepa, <<Muerta en la Tierra>> y <<viva (…) en el cielo de Moguer>>, encastillados en Historias (edición de Rocío Fernández Berrocal). Ahí, como digo, puede comprobar el lector cómo belleza y muerte (o simplemente la muerte hermoseada por el lirismo juanramoniano. O bien la belleza moribunda, porque nunca ella muere…) crean entre sí una sinergia difícil de explicar para neófitos poéticos. Basta echar un vistazo al poema siguiente (nota: no hago la corte al poeta, movido por el uso de <<j>> donde debe ir <<g>>, y nunca se la haré):


          Yo la tuve cogida por la mano,

     mucho tiempo después de haberse muerto,

     por si podía (yo)

     ayudarla a pasar por el misterio.


          Después, hubo un instante

     en que sentí pararse algo, dentro

     de no sé qué –¿de ella, de mí?–;

     y le dejé su mano

     sobre su pecho,

     ya en el lugar seguro toda

     la levedad del vivo jazminero.


     Juzgo el término que cierra el poema (<<jazminero>>) magistral; el adjetivo que le precede, fenomenal. María Pepa resucita en el poeta, que muere en ella, en olor de jazmín…

     Juan Ramón Jiménez, más puro que nunca, sumido en la pura tristeza. Pero no cualquier tristeza. Más una esperanzada: la de ayudar a María Pepa a pasar por el <<misterio>>. ¿Cabe mayor solidaridad? La respuesta, sencillamente, es: <<No>>.