jueves, 9 de octubre de 2014

160/ El código de los muertos

Alguna vez he enunciado: “me arrogo el derecho a cambiar de opinión”. Leí la susodicha frase en un texto de F.S.D. e ipso facto la hice mía. Me gustó, cautivó y enamoró. Comprendí que no debía ningunearla. Sino mimetizarme con ella. Vivirla. Quien se aferra a una opinión no sabe lo que no vive. Cambiarla no es como reemplazar la residencia. O los amigos. O el trabajo. No. Es interesante y estimulante. Edificante. Pero hay que hacerlo con fundamento. No al birlibirloque. Se trata de aventurarse uno por el yo de otro que viene a ser la periferia de uno. ¿Habrá singladura más emocionante que esa? Un viaje al extra-radio y no a la parte centrípeta del yo. En lo periférico radican fragmentos de verdad susceptibles de juntarse para crear (también para creer). Y no el hormigón monolítico, inamovible, del casco antiguo de uno. Léanse estas líneas de Punset que corroboran mi tesis (se encastillan en El viaje al poder de la mente. Destino. Colección: Booket. Barcelona, 2012): “No querer cambiar de opinión, a pesar de disponer de todos los requisitos mentales para hacerlo, tiene que ver con alguno de los grandes descubrimientos neurológicos de los últimos años, sobre cuyo impacto social y conductual no se ha abundado todavía lo suficiente. Estamos apuntando, en primer lugar, al poder avasallador de las convicciones propias, frente a la percepción real de los sentidos. Me refiero al papel desempeñado por las creencias y convicciones heredadas del pasado a la hora de configurar el futuro. Muchas personas toman decisiones no en función de lo que ven, de lo que consideran bueno o malo, sino en función de lo que creen, de sus convicciones, de lo que el biólogo evolutivo y teólogo británico Richard Dawkins tildaba de código de los muertos: pautas de conducta excelentes hace miles de años, que han dejado de ser útiles y que, no obstante, siguen vigentes”. Concluyo: quien no cambia de opinión está muerto. O como decía Benito Rodríguez Rey (Beni de Cádiz): "ya se fue p´al jardííín". Lo que resulta una costumbre poco halagüeña. ¡Ver para creer!    

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