Don Quijote de la Mancha. Segunda parte. Capítulo XVI. Edición de Francisco Rico.
Pido permiso a la torre de control del lector para, de manera inminente, iniciar despegue con destino incierto. Ignoro adónde irá a parar este post-aeronave del demonio. Antes de alcanzar altura y velocidad de crucero aceleraré con unas palabras del Caballero de los Leones (así se hace llamar, ahora, el de la Triste Figura) al hidalgo Diego de Miranda.
Nota: ¡Amárrense los machos mis colegas columnistas (que no comunistas)! ¡También mis colegas poetas (que no coletas)! ¡Incluso mis colegas blogueros (que no santeros)! ¡Y no menos mis colegas criticones (que no Borbones)! Háganlo sean o no profesionales. Y vivan o no del cuento o dispongan o no de cuenta (digo: corriente).
La perorata a que aludo es la que sigue: “Sea, pues, la conclusión de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por donde su estrella le llama, que siendo él tan buen estudiante como debe de ser, y habiendo ya subido felicemente el primer escalón de las ciencias, que es el de las lenguas, con ellas por sí mismo subirá a la cumbre de las letras humanas, las cuales también parecen en un caballero de capa y espada y así le adornan, honran y engrandecen como las mitras a los obispos o como las garnachas a los peritos jurisconsultos. Riña vuesa merced a su hijo si hiciera sátiras que perjudiquen las honras ajenas, y castíguele, y rómpaselas; pero si hiciera sermones al modo de Horacio, donde reprehenda los vicios en general, (…), alábele, porque lícito es al poeta escribir contra la envidia, y decir en sus versos mal de los envidiosos, y así de los otros vicios, con que no señale persona alguna; (…) Si el poeta fuere casto en sus costumbres, lo será también en sus versos; la pluma es lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos (…)”.
Trata aquí Quijote, escribe Rico a pie de página, del ideal renacentista de la educación. A saber: la lengua y la literatura como fundamentos de la formación académica y vital. Y apunta que el criticón no debe mentar, a la hora de criticar, el nombre propio del criticado. Fulano y mengano deben quedarse en el limbo de la ocultación.
Ay, si Quijote levantara la cabeza… ¿Cuántos seríamos, llegado el caso, blanco de su punzante discurso? O (tanto monta), ¿cuántos destrozados por su afilada labia? No quiero pensarlo. Sobre todo por lo que a mí me toca: criticón soy, también pobrecito hablador, y por ello deslenguado y un punto impertinente. En verdad no puedo (o no quiero) evitarlo. Juzgo más divertida la incorrección política que su contraria. Acaso ésta (la, sin el prefijo “in”, corrección política) tenga algo que ver con el pensamiento único.
¿Será pose? Y si lo es, que lo sea, qué más da. Y si no lo es, pecharé con las consecuencia presentes o futuras, diciendo para mí: ojalá no vaya derechito a la hoguera de Satán. Ahora que lo pienso: lo que no es nombrado, no existe. ¿A qué tanto jaleo entonces?
Hay otra norma de las virtudes coloquiales (que no teologales) que dicta no criticar a difuntos. Por criticables que éstos hayan sido cuando en vez de difuntos eran vivos. Es que no pueden, pobres, defenderse… No acabo de comprender esto. No lo suscribo. Y no lo suscribiré. Pregunto: ¿y si sus obras, en vez de amores, han sido o fueron odios? A pelo viene la que forjó Hitler. O Mussolini. O Stalin. O Franco. O la que aún forja (¡¿hasta cuándo?!) Fidel Castro. Que es un vivo muerto. O un muerto vivo. Como su ideal. No voy a entrar en ese jardín. Me aburre. Sólo diré para acabar que siempre censuraré a quien o lo que, a mi juicio, deba ser censurado. Esté vivo o muerto. Llega a ser necesario para mi salud mental. Y, pues, lo haré. De suyo me anima a escribir más y mejor. Y también porque me da la gana. Tres razones de peso para no dejar de hacerlo. ¿Y conmigo qué? Si nadie me critica, me critico yo solito, que es medida de oxigenación del ego. Para muestra otro botón: me tengo por el más inocentón de la corte española de los plumillas. Ea. Dicho y auto-criticado queda y quedo respectivamente. ¡A otra cosa!
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