martes, 1 de septiembre de 2015

200/ Reflexiones quijotescas V

DEL INDIVIDUO ESPAÑOL

Don Quijote de la Mancha. Segunda parte. Capítulo II. Edición de Francisco Rico. 
      Tras hacerle ver Sancho a don Quijote que el pueblo lo pone de vuelta y media, conocedor de sus aventuras (se ha editado un libro con ellas...), éste replica:  “Mira, Sancho (…) dondequiera que está la virtud en eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que pasaron dejó de ser calumniado de la malicia. Julio César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni e sus costumbres. Alejandro, a quien sus hazañas le alcanzaron el renombre de Magno, dicen de él que tuvo sus ciertos puntos de borracho. De Hércules, el de los muchos trabajos, se cuenta que fue lascivo y muelle. De don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura que fue más que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorón. Así que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos bien pueden pasar las mías, como no sean más de las que has dicho”.
      Don Quijote enseña una de las señas de identidad del español por antonomasia: la envidia. Esa lacra. Esa malpensada y lacerante lacra. Que no es, por cierto, sana. Sino insana. O mejor: malsana. Ya dijo (y si no lo dijo, tendría que haberlo dicho) Salvador Dalí: “Lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien”. Entiéndase ahora la perspicaz humorada del pintor. Hablar bien de fulano sería restarle méritos. En tanto que hablar mal de mengano, todo lo contrario, engrandecer su figura. Exclamo: la malicia habladora es inducida por la excelencia. Todos aspiramos a que nos pongan verdes. ¡Ojo!: no digo rojos, digo verdes. No pega, ni con cola de carpintero, avergonzarse de envidiar a otros. Pues les procuramos bien. Vergüenza que nada tiene en común con la ajena. Ésta la usurpamos a quien debía sentirla y no la siente o, de sentirla, no demuestra que la siente. La usurpamos y, acto seguido, nos la apropiamos. Todos los días pido a Buda lo que sigue: Que hablen, padrecito Siddhartha, que hablen mal de mí. Pero el Padre debe tener los oídos entapujados. Ergo: no soy un virtuoso. ¡Mecachis!            

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