La primera experiencia capitalina de Juan Ramón Jiménez fue publicada en El Sol (1936). La transcribiré:
“Villaespesa, acabando todos de subir los doscientos escalones, me pidió que le leyera en el acto mis versos; y sin preocuparme de otra cosa, sin ver ya nada ni a nadie, bajamos los dos los doscientos escalones, entramos en el café que había en la misma casa, y allí, mientras no sé si tomábamos no sé qué, le leía todos mis versos, mi profuso libro Nubes, sentimental, colorista, anarquista y modernista, de todo un poco, ¡ay!, mucho. Llovía largo fuera; dentro, humo, plomo, férreo estrépito diferente. Yo en ninguna parte. Cuando quise almorzar, cené”.
Es difícil abstraerse de la obra propia. Máxime cuando esta se lee a alguien. Ello equivaldría, para el poeta, a darse a sí mismo la anchurosa espalda. Yo lo juzgo muy sano. Y humano. Y galano. Y espartano. Incluso hasta un arcano...
El ego no conduce a ninguna parte. O sólo a ti solo (esto lo sostendría JRJ).
¡Que lance el primer alejandrino quien esté libre de egolatría! ¿Nadie entre los poetas?
¡Que lance la primera frase quien esté libre de egolatría! ¿Nadie entre los novelistas, cuentistas, ensayistas…?
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