Hoy me ha dado en pensar que no somos tan libres como querríamos. Parece que todo estuviera fijado de antemano. Una comida. Un paseo nocturno bajo la luz de la luna (o del tendido eléctrico público. Total…). Una cita. Un lío. Una discusión. Un campo de amapolas. Una alegría. Una sinrazón. Un reloj de cuarzo suizo. Ah, el tiempo, qué de sinsabores nos provoca el tiempo. Y, algo todavía peor, la originalidad. La lista podría ser infinita. Quién sabe.
Haré un alto en el último apunte: la originalidad. Pregunto: ¿adónde fue? ¿Qué ha sido de ella? Yo no sé hasta qué punto existe, ha existido, existirá. No tengo la más remota idea. Hay quien afirma que existe. Estos la habrán visto. Otros dicen que solo existe a medias. Otros la niegan rotundamente: jamás existió. Y lo que no existe no puede llegar a existir. Obviamente estos no la habrán visto ni por casualidad. Pregunto: ¿qué está pasando con la originalidad literaria? ¿Es tan difícil de conseguir como pronostican algunos lumbreras (yo entre ellos)? ¿O resulta más fácil hallarla de lo que nos creemos? No sé, no sé, no debe ser muy fácil cuando nadie (o casi nadie) la pone en práctica. Sin el “casi”. Últimamente tengo la impresión de que todas las novelas que leo son la misma novela. La coincidencia va más allá del ámbito de la forma (con ser este, ya, agobiante). Ideas que se repiten hasta el hartazgo. Argumentaciones simples y mega extendidas. Tramas clonadas. Personajes “espejo”. Caracteres igualitarios (o igualados). Anécdotas semejantes cuando no idénticas. Como diría Jodorowsky: para qué seguir. Un despropósito todo.
Antonio Gaudí, dicen, dijo: “La mejor originalidad es la vuelta al origen”. Tenía razón. El mejor arquitecto de la Historia de la Arquitectura tenía razón. Una novela es un entramado de elementos que debidamente ensamblados acaban conformando una construcción en construcción. ¿Se imaginan un pueblo o una ciudad o un país con los mismos edificios a todo lo largo y ancho? Antes he dicho que pertenezco al grupo de lumbreras que “intuye” que la originalidad no existe. Diré, ahora, que ella posee algo de lo que enorgullecerse grandemente: ha existido. A todos se nos vienen a la cabeza títulos de novelas originales (las novelas. No los títulos). Vale. ¿Qué pasó después? Pues un tren con aspecto de veloz (tan aerodinámico él) y una maquinaria fabricada en China y ruidosa y lenta y contaminante a más no poder: la Posmodernidad. Me desahogaré un punto: ¡al cuerno con ella! Fue entonces cuando las novelas empezaron a clonarse unas a otras hasta extremos insospechados. Yo no hablo de plagio. Yo hablo de intertextualidad. Lo que me quita el sueño es: ¿llega a ser esta (la intertextualidad) reflejo de falta de capacidad del novelista o, por el contrario, de su conocimiento libresco? Yo no sé. Me rasco el cogote. Miro al cielo. Suspiro. Me pregunto: ¿será la época? ¿Será la globalización? ¿Será, en definitiva, el realismo? Uf. Qué desidia.
De todo esto da cuenta en el libro Cumpleaños el único novelista cuya obra íntegra es original: César Aira. ¿Cómo lo consigue? Obvio: dando la espalda al sacrosanto Realismo. No solo al Realismo en sí. También al sistema que soporta el Realismo en sí: el de los “rasgos circunstanciales”. Lo explica el propio Aira en este pasaje de su novela: “A la larga me di cuanta de dónde estaba el problema: en la que se ha llamado la invención de `rasgos circunstanciales´, es decir, los datos precisos del lugar, la hora, los personajes, la ropa, los gestos, la puesta en escena propiamente dicha (…).
En realidad no tengo nada contra los rasgos circunstanciales. No tienen nada de malo, al contrario, les agradezco casi todas mis mejores lecturas. (…). El autor inventa un personaje, y para hacerlo actuar en la ensoñación consiguiente, la ensoñación-novela, tiene que hacerlo caminar por una calle, o quedarse sentado en un sillón, entrar a una casa, seguir el vuelo de una mosca, sentir frío o calor, en ese momento ladra un perro, canta un gallo, la ventana está entreabierta, o abierta de par en par, o cerradla corbata es… verde… Muy bien, muy bien. Todo eso, y mucho más. hay que hacerlo, no queda más remedio. ¡Pero que lo haga otro! (…)”.
Sí. Que lo haga otro. Y que nosotros hagamos otra cosa. Aventurémonos. No agachemos la cerviz para que nos pongan el yugo del Realismo. A estas alturas de la película (de Charlotte) no creo sea muy hacedero pero dicho queda. Somos la copia de Jim Carrey en El show de Truman.
Señores novelistas: imaginen, fantaseen, jueguen. Háganlo, por amor de Buda, de una vez. Sabemos cómo vive y piensa y qué siente Fulano y Mengano y Zutano porque nosotros mismos somos Zutano y Mengano y Fulano. Inventen ustedes a Perimengano. Para ello no es necesario desembocar en la ciencia-ficción ni en las utopías. Basta con eso: querer jugar. La mejor literatura de todos los tiempos, la infantil (no la juvenil. La infantil), juega e invita a jugar al lector continuamente. Imítenla. Digo: ya que la originalidad no es posible. Qué hartura (que no altura), Padre cura, ¡qué soberana hartura!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.