A veces en la vida hallamos dos actitudes enfrentadas entre sí: la de quien lo quiere todo y la de quien no quiere nada. Entre ambas cabe un mar de posibilidades actitudinales. Sin embargo el interés a menudo recae en los extremos. En el caso que nos ocupa, estos: el del individuo agonía y el del espléndido. Ejemplo de agonía: el especulador. O aquel que teniendo dinero a escala industrial quiere más y más y más y para ello no duda en perjudicar al prójimo con el propósito último de beneficiarse él. Así consigue amasar una fortuna. Ejemplo de espléndido: el misionero. O aquel que lo da todo en favor del prójimo sin pedir nada a cambio. Este es el santo actual. Lo digo con la extraña certeza de que no puedo equivocarme. Los misioneros (y los científicos) merecerían todas las condecoraciones y premios habidos y por haber. Y no (y no solo) el artista o el actor o el escritor o el periodista de turno. ¡Bah!
Pregunto: ¿Por qué no se premia al misionero? ¿Por qué no, a quien aporta a la sociedad en un día más de lo que cualquier artista (o periodista. O escritor. O actor) llega siquiera a soñar con poder aportar no ya en uno sino en muchos (en muchísimos) años? Las manos del misionero más mediocre rivalizan en dignidad con las del mejor intelectual y con las del mejor obrero. En algo aventaja aquel a estos dos: su intelecto está al servicio de la comunidad de que no forma parte natural y de toda la humanidad que sufre de soledad, de hambre, de frío. El misionero alfabetiza. Él aporta modelos “nuevos” de ética que en determinadas sociedades tienen capacidad para preservar alientos. También, de organización social. También, de vida. Él predica…
(Lo sé. Pero en este caso la Iglesia lleva a cabo una labor admirable. África e Hispanoamérica tendrán algo que decir al respecto).
Cambiando, ahora, de tercio (pero no de tema) diré: quiero creer que para mi admirado Joaquín Sabina negar es desprenderse. Canta Joaquín: “Lo niego todo, aquellos polvos y estos lodos. Lo niego todo, incluso, la verdad”. Abro paréntesis. Tengo entendido que la letra de esta maravillosa “coplilla” corre a cargo de Joaquín Sabina, José Conejero y Benjamín Prado, quedándome yo al saberlo más planchado que un pañuelo. Cierro paréntesis. Y quiero creer que para Javier Gomá Lanzón quererlo todo es afirmar. Javier escribió en el micro-ensayo titulado ¡Lo quiero todo! e incluido en el libro Filosofía mundana (Galaxia Gutemberg) lo siguiente: “Y entonces se me ocurrió lo que dice determinado personaje de una novela de Jane Austen: que `por haberme comportado prudentemente en la juventud, me voy haciendo romántico con la edad´. Por supuesto, no tengo intención ni mucho menos de renunciar a cuanto ya he elegido, ¡no tengo intención de renunciar a nada! Pero recuerdo que la gente me decía: `No lo puedes tener todo; tienes que elegir´, y ahora estoy en condiciones de responder a la gente y responderme a mí mismo con potente voz: No, no quiero elegir. ¡Yo lo quiero todo! (…) Lo grande y lo menudo, la ebriedad y la rutina, la pasión y la felicidad, el placer y la virtud, la vulgaridad y la ejemplaridad, la vocación y la profesión, esta vida y la otra, la altura y el peso, la gravedad y la gracia, la ingenuidad y la lucidez, la experiencia y la esperanza, la altura [¡pero ya lo sabemos!] y la profundidad, el norte, el sur, el este y el oeste (…).
Aquí Gomá está, creo, sembrado. En estas líneas da muestras de una actitud contraria a la exhibida en otros micro-ensayos y deja en entredicho algunas de mis palabras a contra-Gomá (de corazón, Lanzón, de corazón lo digo). Justo es reconocerlo y así lo hago. Bravo, Javier, por este cambio de aires. Como suele decir nuestro “Loco de la colina”: “Mi gratitud, hermano, sea contigo”. De “hermano” en adelante es añadido mío. Me parece.
Yo milito en el equipo de Joaquín. Por consiguiente: lo niego todo. O sea: no quiero nada. Solo vida. Solo tiempo. Solo amigos…
Solo literatura.
Y en esas seguimos.
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