UNA PERTINENTE IMPERTINENCIA
De muchos es conocida la anécdota del enojo de Juan Ramón Jiménez con unos vecinos que el poeta tuvo en Madrid: los señores de León. Yo, la anécdota, la conocía de oídas. Hoy, leída por fin, sigo juzgándola de auténtica traca. Insisto en lo que de un tiempo a esta parte vengo sosteniendo aquí: soportar, sin desfallecer, al <<andaluz universal>> tuvo que ser algo al alcance de muy muy pocos. Incluso, diría que de una única (excepcional) persona: Zenobia Camprubí. No creo a nadie en el mundo, más allá de esta fantástica mujer, capaz de semejante hazaña. No solo había que lidiar con los continuos cambios de humor del poeta, también había que hacer lo propio con sus manías, sus miedos infundados y sus impertinencias tan próximas a la neurosis. Aunque, seamos honestos, la aquí traída no parece pecar de ello. Más al contrario: si todo sucedió como Juan Ramón deja entrever en su carta, llevaba más razón que un santo, y los León se pasaron de frenada importunándolo sin cuento. Para no incurrir en falta de objetividad transcribiré la carta mentada y que el lector de esta bitácora juzgue por sí mismo:
<<Queridos vecinos:
Desde que le regalaron a ustedes esa vil pianola, la casa ha perdido toda su dignidad. Esto es a todas horas, y por virtud de ustedes, un cine, un cabaret. ¡Qué lata y que niñería permanente de musiquillas de cuplés y de baile americano! Hablar a ustedes de derechos y deberes de vecinos que viven en una misma casa, que pagan lo mismo, etc., sería absurdo, puesto que en España esas cosas no tienen sentido y, aquí, el que trabaja en serio tiene que hacerlo –¡ay!– a salto de mata, a deshora, sin ritmo, como Dios quiera. Prescindo de ello, por lo tanto.
Pero como mientras la pianola de ustedes toca y toca doce horas al día, yo no puedo hacer nada, me voy a dedicar a ponerme a tono con ustedes. Y el tono será el de los platillos y el redoblante. Así es que en cuanto usted empiecen con su pianola, empezaré yo con tambor y metal. Se lo aviso a ustedes de antemano, no se asusten y tengan que llamar a la casa de socorro, o para que preparen algodones y demás porque el ruido va a ser tempestuoso, diluviante, apocalíptico.
Su desocupado y envilecido vecino,
Juan Ramón Jiménez>>.
Nótese el tono de burla. Nótese también el deseo del poeta de no envenenar demasiado con su misiva la atmósfera seguramente pacífica de la casa. Y nótese, por lo demás, cómo Juan Ramón utiliza el humor para suavizar su endiablado enojo. Él, que no fue nunca demasiado pródigo en la broma, en la chanza, en el chascarrillo… A mí me queda la duda de si dice la verdad cuando apunta que la <<vil pianola>> de los León <<toca doce horas al día>>. ¿No será esta una exageración andaluza más? ¿O, por el contrario, se ajustará a la más pura y estricta verdad ese número? Nunca lo sabremos. En cualquier caso todo (o casi todo) justificaría la creación de belleza a niveles extraordinarios (como es el caso de la poesía de Juan Ramón. Juan Ramón era, y es, el mejor poeta de la historia de la literatura universal), todo, incluso la más atroz de las impertinencias humanas. Y qué genio no tiene sus más y sus menos con el prójimo carente de genio. El común de los mortales tendrá dificultades para entender esto. ¡Larga vida, pues, al impertinente crack! ¡Al hacedor de bellezas! ¡Al sensitivo, e hipersensible, Juan Ramón Jiménez Mantecón!
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