viernes, 30 de diciembre de 2022

395/ Cartas juanramonianas (II)

Hoy me he dado de boca con una carta de Juan Ramón dirigida a un médico en quien el poeta deposita toda su esperanza con vistas a la curación de su dolencia nerviosa. El <<Andaluz Universal>> no menciona el nombre del doctor. Pero le escribe con proximidad y amistad aparentes. Juzgo esta carta vital para aquellos que deseen estudiar a fondo la obra de Juan Ramón y también su personalidad. En ella (en la carta) el poeta declara su hipocondría. Temeroso de verse un mal día (o en un instante nefasto) desasistido, médicamente hablando, solicita al innominado doctor que le busque dónde poder instalarse pero que sea cerca de una <<casa de socorro>>. Juan Ramón ubica la residencia ideal e idealizada <<en la calle de Almirante, Tamayo o paseo de Recoletos, cerca de la Policlínica>>. Yo supongo que se trata de la Villa y Corte de Madrid. Él no necesita los servicios del mentado centro médico. Solo es <<para estar tranquilo>>. Pone otras condiciones: <<Una familia poco ruidosa, sin huéspedes, dos habitaciones –dormitorio y despacho–, buena comida e higiene (Juan Ramón escribe: <<hijiene>>; no me avendré yo jamás con su peculiar ortografía)>>.

     Juan Ramón padeció durante gran parte de su vida un miedo visceral a la muerte prematura. Este miedo se lo suscitaría la sufrida por su padre, menos sorpresiva que dolorosa. Continuamente requería el auxilio de médicos. No debía ser fácil para estos (ni pertinente siempre) tramitar las solicitudes del <<andaluz universal>> con garantías de éxito. Sin embargo lo hacían (auxiliarle con éxito) todos todas las veces que fueran necesarias. Mi tesis es clara: el poeta se rodearía de gentes con una sensibilidad puntiaguda similar a la suya; gentes del mundo de la ciencia y la cultura; gentes estudiosas (letradas) poco o nada dadas a la intransigencia y a las exigencias, por otro lado, tan cursadas por él mismo. Hoy nadie aguantaría tamaña desvergüenza (dicho sea en sentido no peyorativo) o, si se quiere, tamaño atrevimiento. Es lo que yo digo: al médico no hay que importunarlo más de lo justo y necesario (no sea que haga un aspaviento o suelte algún exabrupto que pueda herirnos en lo más profundo de nuestro ser)… No. Al médico hay que dejarlo en clave de paz. Que haga su trabajo lo mejor que pueda o sepa (o le dejen). Que no se vea sometido, jamás, a nuestras presiones de hipocondríacos ansiosos y depresivos sin vuelta atrás. Que recete lo estipulado y nos envíe derechitos al colega de turno que estime oportuno si no se ve con las competencias suficientes para emitir un diagnóstico, por arriesgado, poco fiable.

     La ciencia médica puede ser infalible; los médicos, no. Estos son humanos y, hasta que se demuestre lo contrario, nada humano es inequívoco. Juan Ramón tendría fe ciega en los galenos. Con o sin razón. No lo sé. Hoy esa actitud está anticuada. Hoy, salvo excepciones muy contadas, en cada uno de nosotros se ha encarnado un facultativo: la araña (Internet) extiende sus tentáculos por todas partes. Yo me atrevo a decir: ¡Ni calvo ni <<mil>> pelucas! Serenémonos y hallemos la curación menos fantástica a nuestras dolencias más auténticas. Las de los escritores son las del alma; y sus doctores, la literatura, la filosofía, la música, el arte... ¿Estaré yo, pues, en buenas manos? 

     Lo diré sin rebozo y veladamente: ¡Albricias!

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