martes, 6 de mayo de 2025

476/ Papel de empaque

Oscar Wilde parió una obra maestra de la literatura universal: El retrato de Dorian Gray. Y lo hizo (parirla) en sintonía con el <<Aburrimiento>>. Sí, he dicho: <<Aburrimiento>> (así, en mayúscula). Un poco lo que sostuve a colación de las Marinas de ensueño, de Juan Ramón Jiménez, en el post que precede a este (nº 274). Ahora, afinando más la idea, diré: ¡<<divino>> aburrimiento (así, en minúscula)! La <<belleza>> acaba imponiéndose al tedio. Ella lo abraza. Yo esto lo juzgo proverbial. Fabricar una pieza bella y tediosa a la vez está al alcance de muy pocos. Legión son, por el contrario, quienes idean piezas amenas pero feas. Suelen, éstos, nadar en oro (un oro, el literario, cuyos quilates desdoran las épocas…). Wilde, menos hombre de su tiempo que socarrón, supo muy bien lo que se hacía: acudir al barroquismo (quizá al Manierismo) para dar empaque a una obra que, de otra manera, habría pasado desapercibida… Un fiasco. Un bodrio. Una confitura verbal…; pero no. El autor supo (más mamó) del efecto colateral de la belleza en una historia, per se, insulsa: la de un joven aristocrático que da rienda suelta a su vanidad (a su narcisismo) hasta el extremo de cruzar la linea roja de la legalidad penal (se convierte en autor de un crimen) y espiritual (firma, por decirlo así, un pacto con el Diablo). Un narciso envalentonado, tal vez, por mediación del mismísimo Belcebú (o su adlátere: Lord Henry); también, inhibido por un ángel poco o nada secundado por los otros en sus ideas y actos (el autor del retrato maldito: Basilio Hallward). El típico tópico juego de contrarios. 

     Oscar Wilde, insigne escritor, configuró una historia insulsa (se ha apuntado) envuelta en papel de empaque cuyos brillos y textura invitan a no desgarrarlo con la finalidad de ver lo que éste envuelve: el regalo tremendo. Y el regalo tremendo, a mi juicio, es la siguiente liza: Hedonismo vs. Estoicismo. O, tanto monta: Placer vs. Moral al uso. El regalo tremendo queda oculto por un envoltorio verborreico tan bello como insustancial. Ése, y no otro, ha sido el mayor escollo con que ha topado este lector que no sirve a (casi) nadie y cuyo espíritu barroco aspira al minimalismo conceptual (sé que parece contradictorio. Pero tal como decía el sabio del barrio de Salamanca, para el mundo de la literatura, Dragó: <<Me arrogo el sacrosanto derecho a contradecirme>>; o algo así). Un caos. Un contrasentido. Un disparate. Y luego está, diseminado por toda la novela, ese clasismo insufrible para el lector actual. Un clasismo fundamentado en la sensibilidad (¡tócate las gónadas!), en la erudición, en la herencia. Bien mirado, hoy sigue aconteciendo así, lo que no es óbice para denostarlo con ferocidad. Pero… <<¡Literatura es forma!>>. Correcto. Aunque a veces la forma de que se trate drene más que conquiste la sensibilidad y el espíritu del <<pobrecito lector>>. Y entonces ahí, llegado el fatídico caso, es cuando éste (el lector. Quién si no…) deflagra. ¡Cuando, sin poderlo prever, el lector desiste de todo lo aprendido/sentido/pensado montando en cólera y maldiciendo a cualquier bicho viviente (e inerte) y todo porque se lo llevan sin un alarde de fuerza los mismísimos diablos!…

     El narrador (¿Oscar Wilde?) de El retrato… es un aburrido, soporífero, cargante y molestoso espécimen; aparte, es claro, de genial. Pero subrayar esto último, archisabido por todos, no es sino una vulgaridad… 

     

     (Risas).                       

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