<<Muerte>> y <<belleza>>, en pleno Romanticismo, iban de la mano. El Modernismo aunó ambos términos (ambas realidades). Un ejemplo claro de esto puede verse en los poemas de Juan Ramón dedicados a su sobrina María Pepa, <<Muerta en la Tierra>> y <<viva (…) en el cielo de Moguer>>, encastillados en Historias (edición de Rocío Fernández Berrocal). Ahí, como digo, puede comprobar el lector cómo belleza y muerte (o simplemente la muerte hermoseada por el lirismo juanramoniano. O bien la belleza moribunda, porque nunca ella muere…) crean entre sí una sinergia difícil de explicar para neófitos poéticos. Basta echar un vistazo al poema siguiente (nota: no hago la corte al poeta, movido por el uso de <<j>> donde debe ir <<g>>, y nunca se la haré):
Yo la tuve cogida por la mano,
mucho tiempo después de haberse muerto,
por si podía (yo)
ayudarla a pasar por el misterio.
Después, hubo un instante
en que sentí pararse algo, dentro
de no sé qué –¿de ella, de mí?–;
y le dejé su mano
sobre su pecho,
ya en el lugar seguro toda
la levedad del vivo jazminero.
Juzgo el término que cierra el poema (<<jazminero>>) magistral; el adjetivo que le precede, fenomenal. María Pepa resucita en el poeta, que muere en ella, en olor de jazmín…
Juan Ramón Jiménez, más puro que nunca, sumido en la pura tristeza. Pero no cualquier tristeza. Más una esperanzada: la de ayudar a María Pepa a pasar por el <<misterio>>. ¿Cabe mayor solidaridad? La respuesta, sencillamente, es: <<No>>.
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