Algo que siempre me ha intrigado es cómo se forja un mito. Yo me cuestiono: ¿Por qué se extenderá a lo largo y ancho del mundo una historia con tintes de ficción, no siempre inverosímil, repetida hasta el hartazgo? ¿Qué induce al hombre a fabricar semejante <<disparate colectivo>>? ¿Inventamos ficciones para sanar? ¿Son las ficciones un mero pasatiempo sin más chicha, ni intríngulis, que la otorgada por la imaginación de quien las inventa? Ignoro la respuesta a tales interrogantes. Estos no podrían responderse con garantías de acierto al centro de la diana sino de tiro errado, y hasta errabundo, me parece.
Lo cierto es que, de vez en cuando, nos topamos con mitos distantes (pero no distintos) en tiempo y espacio. Una de esas veces es hoy. Pondré en situación al lector de esta bitácora. Abro el libro <<Historia de España contada para escépticos>> de Juan Eslava Galán, el ilustre, y leo en la página 185 (en su nota al pie): <<La princesa [Kristina, hija del rey Hâkon Hâkonsson] murió […]. En 1952 abrieron su tumba […], y apareció “la momia de la princesa bella y hermosa, con su cabellera rubia intacta, como la bella durmiente”. Cada año peregrinan a su tumba turistas noruegos con flores frescas>>.
Con la inmediatez de un relámpago o de un flash rememoro otro libro, esta vez, de Gabriel García Márquez: <<Del amor y otros demonios>>. Lo leí el año 2013. En él se cuenta la truculenta y bella historia del cuerpo incorrupto de una adolescente. La contraportada reza: <<En 1949 el reportero Gabriel García Márquez cubrió el derribo del antiguo convento de Santa Clara. Durante el vaciado de las criptas funerarias, la sorpresa saltó al destapar la tercera hornacina del altar mayor: se desparramó una cabellera de color cobre, de veintidós metros y once centímetros de largo, perteneciente a una niña. “Mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto de mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día y el origen de este libro”>>.
Juzgo ambas historias idénticas. Yo las entreveo enredadas en el mismo mito: el del cuerpo incorrupto que viene a comunicarnos no sabemos muy bien qué. Al principio de los tiempos el monarca (como el emperador) era elegido por voluntad divina. Una marquesa (o princesa: caso que consigna Eslava) no quedaría demasiado lejos de ese privilegio. ¿Blanco, pues, y en botella (de vidrio fino. Transparente este)? <<De tratarse de alguien pobre otro gallo del corral de la mitología cantaría>>, parece querer decirnos el Ilustre, tan lógico (¿tan ideológico?) él. ¿Tendrá razón?…
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