Cuenta Borges, citando a san Agustín, la siguiente preciosidad: In verbis verum amare non verba. En román paladino: Apreciemos la verdad por encima de la palabra. Lo dicho va radicalmente en contra de mis creencias formalistas y lo pondero con gusto. Algo en mí se está mudando. Parece que el maestro no predicó con el ejemplo en Inquisiciones: libro atiborrado de forma y de significantes y de verdad. Otro tropiezo es el relativo a atizar de lo lindo y con brevedad a las palabras Misterio y azul. La primera me es más ajena aunque encierra una “certeza” que me toca dentro. Escribe Borges: <<Tampoco hemos de arrimar la poesía (…) a la mística (…) e imaginar que (…) equivale a un hallazgo de afinidades ocultas y parentescos escondidos; (…) equivócanse de medio a medio los que creen en el alma de las cosas>>. (Ortega, Juan Ramón y María Zambrano ambulaban en sentido contrario. Sé que Borges alude antes a la metáfora y conjeturo que la mística le era, en efecto, cara). Y en cuanto al término segundo: <<Apareado a nombres abstractos el adjetivo azul nada dice>>. Yo veo la vida azul y el mundo y los hombres y el alma me resultan un recabar de tonos azules. Me enamoré de otro azul y me anegué de él. Al leer, tristemente, lo que el bonaerense opinaba sobre este epíteto al que tilda de <<palabreja>> he montado en cólera.
Voceo: ¡Vivan los azules y que el poeta los emplee como y donde quiera! Lo siento, maestro, pero ahí no parto peras con nadie.
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