Y hasta aquí, por ahora, Idilios. Hoy pregunto a Juan Ramón desde el sosiego más absoluto: ¿Qué haces, maestro? Y el poeta de Moguer se mini-explaya en clave de final de título. Dice: “Echado en la baranda de la vida,/ mira mi alma pasar el largo/ río del tiempo.// Echo al agua una flor,/ le pienso/ una duda más bella,/ le contemplo/ una luz más divina,/ la dejo/ pasar, sin verla./ Me duermo…// En sueños, oigo el agua/ correr, correr, correr./ La sueño./ Y entonces ella me ve a mí/ corriendo, cada noche, muerto…”. Muerto, no. Vivo. Vivo y bien vivo. Mejor: requetevivo.
Tus versos, JR, resollarán siempre y su corazón palpitará con una diástole y una sístole no de break beat o latido roto sino de vals armonioso y melodioso y brumoso y (por qué no) fastuoso. En ellos me hundiré yo con Ella, que es tuya y es mía. O sea: con Zenobia y con… ¿Para qué subrayar lo que ya fue y será subrayado en esta bitácora más de una y de dos y de tres y de no sé cuántas veces? No. Incurriría en revelar una realidad; no en desvelarla. Quien desee conocerla (la realidad intangible de que hablo) que ojeé al trasluz los negativos de esta antigualla fotográfica en que se ha convertido mi pobre memoria escrita en electrónico negro sobre blanco acristalado… ¡Oh, Dios mío! ¿Seré, a la postre, como Florentino Ariza?…
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