Parece inverosímil. Pero no lo es. Parece una tontada. Pero no lo es. Parece una pérdida de tiempo. Pero no lo es. ¡Nada más lejos! Aludo al lectómetro escolar. He dicho: lectómetro. No lactómetro. Éste mide la densidad de la leche. Aquél hace lo propio con la materia gris. Se utiliza para contabilizar libros: los que el alumnado lee durante un tiempo determinado. ¡A crear redes neuronales! No como otros. Siéntanse, con esto, "interpelados" los políticos. Va por ellos. No leen. Yo, en la E.G.B., comprobé en carne propia y ajena los efectos benignos del lectómetro. Engrosar la lista de libros leídos pasó a convertirse en una obsesión. Maravillosa obsesión. Gracias a ella andorreé por India, viajé en un tren donde se investigaba un crimen, hasta en globo viajé. Fui explorador, argonauta, saltimbanqui. Mi maestro de entonces activó el conmutador de la fantasía al desarrollar, en clase, la iniciativa del lectómetro. Otra circunstancia alumbra el éxito, en la escuela, de este instrumento: la naturaleza competitiva del ser humano. Yo la detesto. Pero no dejo de reconocerle cierta utilidad. Leer más libros que otro niño, niño yo, era una felicidad sin igual. Leerlos y registrarlos con el auxilio del lectómetro. Juzgo este “artificio” inductor de los préstamos bibliotecarios que nunca he solicitado (ni solicitaré). Libro que leo, libro que he de colocar en la balda de mi librería, y libro que he de conservar hasta la muerte y no prestar jamás. La experiencia es un valor añadido: nadie (casi nadie) restituye el libro que le han prestado.
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