Cuando un título de libro propicia que se ericen los vellos de un antebrazo, cuando el propietario del antebrazo conecta esas palabras con un recuerdo, claudica y piensa: he aquí el valor de la literatura. Del amor al odio hay un breve trecho. Lo que se censura y vapulea es amado y, por amado, odiado. Y por odiado, es claro, amado. Uno se pregunta para qué sirve la literatura. Por qué la escribe y por qué la lee. Al fondo borbota un remordimiento: escribir o leer en vez de hacer lo que sea por el otro. Obviando el hecho, a todas luces fidedigno, de que leer y escribir ya es hacer algo por el otro. Verbigracia: por uno mismo. ¡Pero uno escribe para que le quieran! Cierto. Concluiré: atizo aquello que más amo por un puro melindre intelectual. Concibo contraproducente que el novelista o el poeta acabe siendo laureado en tanto que el científico o investigador no lo es (no lo será) jamás. Que aquél se convierta en adalid de masas y éste en menesteroso del favor popular. La literatura cura el alma. Lo sé. Como también sé que a ciencia cierta no sé si el alma existe o no existe. Qué incertidumbres terribles. Digo: la del alma y la de la literatura. Descoyuntan el armazón vocacional y uno piensa en "La verdad de las mentiras”, de Vargas LLosa, como texto que no le rentó convicciones lógicas suficientes para justificar con ellas lo que más ama. Y a ese intríngulis de adentro se ve uno abocado, lúcido, descontaminado de sí mismo. Después de la tormenta de interrogantes llega la calma del agotamiento mental. Y un día uno lee un título de libro que reza: Cuentos al amor de la lumbre, o El hombre que se volvió relativo, o Un lugar parecido al paraíso, o El bosque de los sueños… Pertenecientes, todos ellos, a obras literarias (apostillo: premiadas) de Antonio Rodríguez Almodóvar. Y los vellos del antebrazo se le erizan como agujas. Y piensa: he aquí el maravilloso valor de la literatura. Léase: vivificar mente y espíritu. Léase también: emocionar. Hasta el día siguiente en que, de nuevo, se manifiestan los interrogantes de su desvelo. Y así pasa los días. Sin dejar, ni uno solo, de leer y de escribir. Y se pregunta: ¿hasta cuándo? Y se responde: hasta que no encuentre una sola tesis a favor de no hacer esto que hago. Y sigue uno eternamente a lo suyo...
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