Un propósito mío de re-lectura para este verano lo representa Platero y yo. Cada vez que acudo a ese texto se cierne sobre mí el deseo de emular a JRJ. No hay palabras que describan con fidelidad cómo tan singular librito cortocircuita mi yo de adentro. Lo leí, por vez primera, en la adolescencia. No he podido zafarme de su influjo. Una amalgama armónica de atributos justifican lo que digo: melodía, idea, técnica. A la primera, por la segunda, y a ésta por la tercera. Solo a JRJ (con Darío) no le era ajeno el mágico itinerario. Cualquier texto juanramoniano sobrepasa al imitador. Ni aun los meros captores de reflejos de estilo son capaces de copiarlo. El osado se resigna y vuelve a enfundarse la camisa de lector. Y algo ocurre. Yo no requiero, cuando leo a JRJ, nada. Rectifico: solo que me dejen solo, tranquilo, conmigo y con la elegía andaluza. Me traslado a los idílicos y reales, al par, campos de Moguer. Justo por los alrededores de Fuentepiña. Desde el otero en que ésta se sitúa puedo divisar, al fondo, el pueblo. Y soy inmensamente feliz. Leo, vivo, veo el pino bajo cuyas raíces yacería Platero. JRJ se dejaría envolver por su frondosa sombra en compañía de Zenobia o de sí mismo. Pienso en Filomena (blanca y rubia...). Ella (LPR) y yo anduvimos cerca de esos andurriales. Recuerdo que la luna-lunera llena, enseriada, nos producía un repelús intrigante. Pero escritor y musa, bajo un mismo plenilunio, acaban por separarse. Ignoro el motivo. ¡Cosas de la madre luna! He de conformarme y, pues, me conformo. Lo que en modo alguno significa que quiera (o pueda) olvidarlo.
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