Descubrir la literatura infantil en la edad adulta tiene sus ventajas. Un hecho primordial se produce en esa coyuntura: despabila el niño que dormitaba en el lector. Se sabe y se duele quien esto sabe. El dolor desaparece al confirmarse que aquél solo dormitaba. Uno no deja, por ello, de sentirse adulto. Más al contrario: se reafirma en su adultez. ¿Cómo? Adquiriendo la cualidad de adulante. La adulancia (neologismo acuñado desde yo no sé cuándo en este blog) es un estado del alma semejante a la felicidad. Una editorial lo refleja bien: Kalandraka. Sus libros rezuman adulancia por las pastas y por los lomos. Éstos van arropados por unas ilustraciones que rayan en la perfección plástica. Y, al fondo, la vida. Juzgo una necedad parar mientes en si quien lee esos libros es o no es un niño. Lo crucial del caso está en si ese o esa que los lee siente o no su conexión, la del libro y la de él o ella, con la vida. Los hay (los libros de que hablo) para todos los gustos y todos los disgustos. Léase: sobre dificultades de aprendizaje, emotividades, valores. Ay de quien crea que la literatura infantil es, solo, un entretenimiento. No. La literatura infantil es arte a la altura de la otra (si no más allá). Descubrir, por lo demás, esta otra en la edad infantil es distinto. Ay de quien, siendo niño, lee libros para adultos. ¿A qué adelantar el parto de la bestia? Hombres y mujeres leyeron, por ejemplo, el Quijote siendo niños. No les fue mal. Se vanaglorian de ello y defienden, a capa y espada, las bondades de esa precodidad. Acaso sean excepciones que confirman (y conforman) la regla del desarrollo psico-evolutivo infantil. Niños que se sumergieron en las profundas aguas de unos mares poco surcados. Niños que respiraron el oxígeno contenido en otro tipo de botella. Al fin y al cabo cualquier texto resulta válido cuando se trata de leer. Es decir: de vivir dos o más veces. Acaso (solo acaso) tengan razón. ¿Quién lo sabe? En fin.
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