viernes, 9 de septiembre de 2022

379/ Un deslumbramiento (I)

EN RED


Antonio Muñoz Molina ha escrito: “El alma de las personas no está en sus fotografías sino en las cosas menudas que tocaron, las que tuvieron el calor de las palmas de sus manos” (<<La noche de los tiempos>>. Seix Barral. Barcelona, 2009. Pág., 21). 

     Así, en efecto, es. El calor humano deja huella indeleble en todo aquello que toca. Como si perdurase su esencia en la superficie de un tejido, de un objeto, de un espacio. No solo lo palpable tiene la prerrogativa de recibir esa esencia humana en estado puro. Lo intangible, por suerte, también la tiene. Si alguien entra y se marcha de una habitación muy raramente no percibirá su presencia, en diferido, quien le vaya en zaga. Quien le vaya en zaga tendrá que poseer una especial sensibilidad para tal fin: sentir la presencia de quien ya no está (pero estuvo) presente en la habitación.

     Pocos hombres y mujeres estarán capacitados para ese milagro. Provistos de una idoneidad en la afilada captación de sutilezas, y de una breve intuición dictaminadora de certidumbres, detectarán que el espacio en que se hallan fue conquistado por una o varias almas antes de embanderarlo ellos. Esto sucede, por ejemplo, con los libros viejos: espacio tangible. Sí pero, con todo, espacio. Uno lee un libro viejo, adquirido en una librería de viejo, y `siente´ que otro lector está ahí presente entre sus páginas descoloridas. Y que lo observa. Y que, al cabo, le dice saber con exactitud lo que está pensando: no en vano él ha pasado por los mismos vericuetos literarios (un pasaje, una frase, una palabra redentora o mortificadora). Entonces uno `siente´ que está profanando un lugar, esta vez, intangible: la mente del lector que le precede. 

    Resulta extraño. La cita de Muñoz Molina no revela el motivo por que las cosas tocadas por la persona de turno deben ser menudas para que estas atesoren su esencia humana. Conjeturaré algo: la vida del protagonista, en ocasiones, dependerá de no extraviar pequeños enseres si lo que pretende es preservarla a toda costa. Acaso este hecho ayude a congraciar la menudencia del objeto con la idea de la esencia humana transmitida al mismo. Intuyo dos zonas corporales no erróneas que poseen la mayor destreza imaginable para transmitir naturalezas de este tipo: las manos y los labios. Las unas palpando, los otros, rozando. Algo restan labios y manos cuando entran en contacto con una superficie. Algo, no sé bien qué, queda en ese plano sempiternamente. Y sería impostergable. Y entonces ya nada, ni nadie, podrá jamás borrar esa huella de un rostro o del pomo de una puerta o de una camisola de seda holgada o del accionador del freno de una bicicleta o del volante de cuero repujado de un coche o de las gastadas y entintadas y manoseadas páginas de un libro. También los pensamientos del lector primero (y de los sucesivos lectores hasta llegar a nosotros) podrían estar pululando en nuestra atmósfera mental sin ni siquiera darnos cuenta…

     En esto me he quedado pensando a medida que avanzo (lo hago a buen ritmo) en mi formidable lectura de <<La noche de los tiempos>>. Preveo una obra maestra sin parangón. Veremos.          

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